Lima.- En el humilde distrito limeño de San Juan de Miraflores hace días que el joven Yostin Eidan Ángeles vive sin agua. Su vecino hace artimañas dentro de un cubo para limpiarse con un vaso y, a pocos metros, otro niño se cepilla los dientes milimetrando las gotas que suelta el único grifo que tiene en casa.

En ese polvoriento rincón de la periferia de Lima el agua no cae del cielo. Con suerte, los vecinos consiguen llenar sus tanques una vez cada quince días y lo hacen a expensas del «aguatero», el camión cisterna que sube el empinado y árido terreno del cerro que alberga sus rudimentarias casas de machihembrado.

A pesar de ser el octavo país del mundo con mayor abundancia de agua, la escasez de este recurso afecta a más de siete millones de peruanos que carecen de redes de agua en sus domicilios.

Y es que en este país el agua está en la selva, donde nace y discurre el poderoso Amazonas, pero la mayor parte de la gente vive en la árida costa del Pacífico.

Entre las personas y el agua se alza el muro de los Andes.

Una paradoja que se acentúa en Lima, la mayor ciudad del mundo después de El Cairo ubicada en un desierto, y en donde se concentra casi un tercio de la población del país. Solo en la capital, más de dos millones de personas viven sin acceso al agua.

DE LA ESCASEZ A CONFLICTOS VECINALES

En el asentamiento humano Fronteras Unidas vive Berta Sulcapoma con su esposo y sus tres hijos, en una casa de piso de tierra y paredes de lámina. En su patio interior, esa mujer de 38 años almacena en más de una decena de cilindros el agua que, «de vez en cuando», consigue del «aguatero».

Con esfuerzo para no desperdiciar ni una gota, Sulcapoma lava los platos, la ropa y llena los pequeños baldes que su familia usa para limpiar el silo y bañarse. Una vez sucia, el agua acaba arrojada en las calles de arena que rodean su domicilio que, como todos los de su zona, carece de desagüe.

«Es difícil vivir sin agua», reconoció a Efe la mujer, quien todos los días ve el camión cisterna pasar de largo y subir el intrincado terreno en dirección a otros asentamientos.

«Si no bajas (a la calle a parar el vehículo), ellos se van» porque «como somos tanta gente, no alcanza», explicó.

Pero interceptar el camión no siempre es suficiente. «Bajamos pero igual el aguatero no quiere (llenar los tanques)» y «nos dice que arriba necesitan más», relató a Efe Eidan Ángeles.

Con todo, las peleas entre barrios por quedarse ese tan valorado recurso son una constante en los conos de la ciudad. Y más ahora, en plena pandemia del coronavirus.

LOS POBRES NO PODEMOS CUIDARNOS

Como receta infalible para prevenir el avance de la covid-19, el Gobierno peruano lleva meses rogando a los ciudadanos que se laven las manos «hasta el antebrazo con agua y jabón por un mínimo de 20 segundos». Un mensaje que resulta ofensivo para quien no puede hacerlo, aunque quisiera.

«Cuando hay agua, nos lavamos las manos, pero ¿cómo quieren que nosotros nos cuidemos de la covid-19? La gente pobre no podemos», lamentó Sulcapoma.

«A veces uno tiene que evitar lavarse las manos para hacer más uso del agua», añadió su amiga y vecina Sonia Ayala Díaz.

Para sosegar esa evidente contradicción, el Ejecutivo resolvió desde marzo del año pasado rellenar sin cargo los bidones de agua de las zonas periféricas de Lima.

Pero los vecinos saben que esa es una medida de emergencia y que, en cualquier momento, puede acabar.

«Esa es nuestra preocupación, cuando se levante la cuarentena y no venga el agua de manera gratuita. No sé qué vamos a hacer para abastecernos», reconoció Ayala.

Esa mujer de 35 años trabajaba en una fábrica que cerró por la pandemia y su esposo, que laboraba en el sector de la construcción, fue despedido. Así, en su casa, donde también viven sus dos hijos y su cuñado, hace meses que no entra ni un sol. «Estamos sobreviviendo en ollas comunes», dijo.

EL PRECIO, OTRO CONTRASENTIDO

Para muchos, como Ayala, resulta abrumador saber que algún día, quizá pronto, tendrán que volver a pagar los 25 o 30 soles (6,75 o 8,1 dólares) que les cuesta llenar un tanque de 1.100 litros, que una familia de cuatro personas consume en apenas una semana. Eso son, como mínimo, 100 soles al mes (27 dólares).

Otro contrasentido: en esas zonas periféricas de la ciudad, donde la mayoría sufre pobreza económica, el precio del agua vale por lo menos cuatro veces más que en un distrito limeño de clase alta, donde una familia puede pagar 25 o 30 soles mensuales por un suministro sin límite.

Unos pagan mucho y otros, demasiado poco. Así lo denunció en una entrevista con Efe la directora ejecutiva de la ONG Aquafondo, Mariella Sánchez, quien sostuvo que, en los acomodados distritos de la capital, el precio «sigue siendo muy bajo», a pesar de la «amenaza silenciosa» del agua.

Son 3 soles (0,81 dólares) por metro cúbico, «la mitad del valor que pagan los habitantes de otras capitales vecinas», como Bogotá o Santiago de Chile, donde la escasez de agua no es tan fuerte.

Esas familias adineradas invierten alrededor del 2 % de sus ingresos mensuales al servicio de agua, un porcentaje que puede ascender hasta el 10 % o el 15 % del presupuesto de quienes viven en los cerros.

En ese sentido, Sánchez defendió que hay una «necesidad» de establecer tarifas unánimes, que sean «escalonadas» en caso de consumir más de lo necesario (según la Organización Mundial de la Salud, entre 50 y 100 litros diarios por persona).

Un estudio de Aquafondo reveló que, de promedio, la huella hídrica en Lima rondó en 2019 los 130 litros por persona al día, una cantidad que repuntó hasta los 250 en los ricos distritos de San Isidro, La Molina y Miraflores.

EL CONTAMINADO RÍO RÍMAC

Más allá de la falta de equidad, la portavoz de la ONG advirtió que «incluso si toda la población contara con redes domiciliarias, no hay agua suficiente para cubrir la demanda».

Con unos 9,6 millones de habitantes, Lima, donde apenas caen 9 milímetros al año en forma de lluvia, cuenta con el 2 % de todos los recursos hídricos del Perú.

Su agua proviene de las cuencas de los ríos Rímac, Chillón y Lurín, siendo el Rímac el principal proveedor (60 %) y, al mismo tiempo, la cuenca más deteriorada en términos ambientales, tanto por la falta de suficiente caudal ecológico como por las malas praxis del sector privado.

La falta de acceso al agua segura y al saneamiento básico condiciona la presencia de enfermedades, siendo la más representativa la diarrea, cuya prevalencia en niños menores de cinco años alcanzó el 11 % en 2017, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).

Carla Samon Ros EFE

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