Uno de los grandes debates de nuestro tiempo es cómo tratar a los dictadores. En decenas de países hay un choque frontal entre quienes solo aceptan la salida incondicional y el eventual enjuiciamiento y condena del dictador y sus secuaces y quienes están dispuestos a aceptar horribles concesiones con tal de establecer una democracia.
Es un tema cuya urgencia se ha hecho imposible de ignorar desde la criminal invasión que lanzó el dictador ruso contra el vecino democrático en su frontera. Pero no es solo un problema ruso: entre los campos de concentración que mantiene el Gobierno chino en Xinjiang, hasta el férreo control sobre la disidencia que mantiene desde 1979 Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial, en el mundo hoy gobiernan no menos de 39 dictadores (sin contar los ocho reyes, emires y sultanes que gobiernan unipersonalmente).
De esos 39 dictadores hoy en el poder, 20 de ellos ejercen su poder sin límites en África, 14 más en Asia, tres en América Latina y dos en Europa. Tres dictadores comandan arsenales nucleares —Vladímir Putin, Xi Jinping, y Kim Jong-Un—. Otros tiranizan países de gran peso geoestratégico como Egipto, Cuba y Vietnam. Y entre ellos se encuentran los jefes de muchos de los países más pobres del mundo: Burundi, Laos, Nicaragua y otros tantos más cuya miseria se deriva en muchos casos del liderazgo incompetente y corrupto del dictador.
Salir hoy de un dictador es mucho más difícil de lo que era hace un par de generaciones. La solución clásica era el exilio. Figuras como Idi Amin, en Uganda, o Baby Doc Duvalier en Haití supieron que, llegado el momento, podían eximirse de sus responsabilidades abordando discretamente un avión con maletas llenas de dinero y jubilándose en una lujosa mansión, preferiblemente en el sur de Francia. Esas cosas ya no pasan.
El 10 de octubre de 1998, el general Augusto Pinochet lo arrestaron en nombre de la jurisdicción universal durante una estadía en Londres, ante cargos de genocidio y tortura durante su régimen (1973-1990). Aunque finalmente lo liberaron por razones de salud y regresó a Chile, su arresto marcó el principio del fin del exilio como solución para sacar a dictadores atrincherados en el poder.
Años después, en el 2006, el expresidente yugoslavo Slobodan Milosevic morirá en una celda en La Haya mientras esperaba el veredicto en su juicio internacional por crímenes contra la humanidad, genocidio y crímenes de guerra.
Las intenciones sin duda fueron muy buenas, pero las consecuencias de estas decisiones siguen reverberando hasta el sol de hoy.
Al aumentar sustancialmente el costo para un dictador de entregar su poder, estos casos paradójicamente entorpecieron todos los intentos posteriores para remover a un dictador.
Cuando la alternativa al poder absoluto es morir en la cárcel y perder el acceso a las enormes fortunas que los dictadores, sus familiares y testaferros acumularon, no debe sorprender que los tiranos se aferren al poder como sea.
En parte por esto, el proceso que se dio en algunos países donde los dictadores dejaban el poder en manos de líderes democráticos ahora ocurre muy poco.
De los últimos cinco países en deshacerse de sus dictadores, solo uno —Armenia— parece haber tenido cierto éxito transitando el camino a la democracia. Los demás han visto su proceso de democratización retroceder (Túnez) o colapsar (Myanmar, Egipto), o degenerar en una guerra civil (Sudán).
En este último caso hay una guerra abierta entre facciones militares que se lleva a cabo mientras el exdictador, Omar al Bashir, se encuentra en prisión esperando un juicio que le podría llevar a la pena de muerte.
Son contados los casos en los cuales las protestas callejeras combinadas con el apoyo de las fuerzas armadas y partes de la comunidad internacional lograron desalojar al antiguo dictador. Y esto pasa cada vez con menor frecuencia.
Mucho más común es la experiencia de países como Bielorrusia, Camerún, Cuba, Hong Kong, Irán, Tailandia o Nicaragua, dónde amplios movimientos de protesta han sido derrotados por sus dictadores, en la mayoría de los casos brutalmente, a través de la violencia y la represión.
El mundo ha perdido la capacidad de erradicar del poder a sus dictadores. La falta de opciones atractivas y riesgos tolerables que resultan de la pérdida del poder los ha llevado a redoblar sus esfuerzos para repeler los intentos de sacarlos.
Así, los dictadores hoy son derrocados con menos frecuencia que los de ayer y, cuando se van, dejan un caos difícil de gobernar.
El mundo tiene que volver a aprender el arte y la ciencia de salir de un dictador. O prepararse para que el tipo más usual de gobierno en el mundo actual sea la dictadura o la anarquía.
Moisés Naím / El País (@moisesnaim)
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