Asunción.– La científica española Pilar Mateo se define, sin titubear, como una «inventora desde la observación de la realidad», con una mente incapaz de desconectar que le impulsa a «buscar una solución» a problemas de su alrededor como el mal de Chagas, que combate con una pintura que patentó hace 20 años.
Esta doctora en Química habla con familiaridad de la «microencapuslación polimérica», la clave de su producto, aunque otros prefieren referirse a ello como «la pintura que salva vidas», la misma que le llevó hasta Bolivia dos décadas atrás, como comentó Mateo a Efe esta semana en Asunción.
La vida de Mateo experimentó «un momento de inflexión muy fuerte» cuando a finales de los 90 un doctor de Bolivia le urgió a llevar su pintura hasta el Chaco boliviano, donde la población fallecía a causa del mal de Chagas.
«Llegué allí con toda la ilusión, con toda la pasión, con todo el conocimiento que pensaba que tenía, que era escaso en el tema del mundo de las enfermedades, aunque sí en el mundo de los polímeros», dijo.
«Lo primero que vi fue una casa que no tenía paredes, tenía cuatro palos y pensé: ‘¿Ahora cómo voy a pintar si no hay paredes?», recordó esta científica, fundadora de la empresa Inesfly, dedicada a la formulación de productos para controlar vectores de enfermedades.
Pero Mateo estaba dispuesta a aplicar su pintura y se arremangó para fabricar construcciones de adobe, como «si hubiera sido química en la prehistoria», para poder cumplir con el encargo que le llevó hasta Suramérica.
A ese primer obstáculo le siguieron otros más, como «ser mujer, joven, hablar de pobres, de enfermedades de pobres y ser un empresa pequeña», que impedían que llegara el respaldo económico y que los investigadores internacionales avalaran su invento.
«En la ciencia, lo que vale es la constatación científica. Yo puedo decir que es muy bueno, pero hay que demostrarlo. No es lo mismo un producto insecticida que una pintura insecticida que dices que funciona para reducir un problema que está causando una enfermedad. Eso no lo puedo decir yo. Para eso tienen que pasar años y tiene que hacerlo investigadores de todo el mundo», explicó.
La doctora en química rememora ahora esos inicios «como una anécdota», aunque no oculta que aunque ahora lo ve «más fácil», hasta «hace pocos años era muy difícil, porque no tenía dinero, porque tenía una tecnología que funcionaba y no me hacían caso».
Sin embargo, siguió adelante, convencida de que su «tecnología tenía que llegar a los más pobres», movida por su pasión y por los «locos, amigos, personas que quieren dedicar su conocimiento» a impulsar su proyecto.
Poco a poco, las inversiones fueron llegando y le llevaron hasta Ghana (África), donde instaló una fábrica y un centro de investigación, y comenzó a tener algo más de holgura financiera para trabajar en el tipo de investigación en el que ella creía.
Así, consiguió sacar adelante «siete familias de patentes en más de 150 países» y trabajar con instituciones como la Organización Mundial de la Salud (OMS) para controlar la leishmaniasis en humanos en algunas zonas de Asia.
Ahora, más de 20 años después de haber registrado su primera patente, la química es consciente de que tiene en su poder «una herramienta muy poderosa».
Este le permite hablar de tú a tú con mandatarios y poderosos sobre «las enfermedades de pobreza» y exponerles la situación de quienes las sufren, más allá de las estadísticas, segura de que «la ciencia tiene que estar al lado del que sufre».
Así lo hizo esta semana, en la inauguración de la planta de Inesfly en una localidad próxima a Asunción, «ante el presidente (Mario Abdo Benítez) cinco ministros y la primera dama (Silvana López-Moreira)», como dijo con orgullo, sabedora de que habla «con más serenidad» que cuando empezó, pero con más repercusión.
«La ciencia tiene que estar al lado del que sufre, escucharle, abrazarle y, con el conocimiento, pasar conjuntamente a actuar, porque la ciencia desde un laboratorio en la distancia no salva vidas», contestó, sin dudar, al ser preguntada por el recuerdo que le gustaría dejar.
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