Ciudad Guayana.-Gilma Sandoval siempre tuvo un objetivo claro: salir de la pobreza. Ella no tenía idea de cómo ni cuándo. Por eso a todas las oportunidades que se le presentaba les decía que sí, aun sin saber lo que se le venía encima.
Nació en la miseria absoluta; en Lorica, un pueblo de Córdoba, en Colombia.
Es la antepenúltima de dieciséis hermanos, aunque solo conoció a nueve de los varones y a las tres hembras, de las cuales ella es la menor.
El orgullo de su mamá y la luz de los ojos de su papá.
A su mamá la recuerda como una mujer muy respetada en el pueblo. Trabajadora, noble, humilde y querida. De carácter dócil, alcahueta, muy buena gente, pero «pendeja» por demás, dice.
Gilma siempre veía a su madre salir con el estómago vacío y su instrumento de trabajo: un baldecito, una porcelana, su cuchillo y un delantal.
De su padre no tiene nada bueno qué decir. A él lo recuerda como un hombre cruel, responsable de que sus hermanos conocieran el mundo de la marihuana.
Cada mañana de su infancia se resume en gritos y peleas.
Cuchillos, picos de botella, armas, morteros y agua caliente rodaban por cada rincón de aquella casa improvisada entre bloques y palmas.
Ella no entendía por qué sus hermanos, siendo tan altos, no encaraban al bajito y enclenque de su padre.
«Tal vez lo veían como un hombre muy imponente o seguro los sometía con la droga», narra la señora Gilma, desde el sofá de la casa de una de sus hijas, donde muchas veces se ha sentado a contar estas anécdotas a través de sus redes sociales.
Gilma era los ojos de su padre o al menos así se lo hizo saber en una oportunidad, cuando le pegó por no haber acatado la orden de enterrar un pollito vivo.
Ella, sin querer, lo pisó y lo hirió, «pero se podía salvar«, explica.
Tras aquella paliza su padre subió a un árbol y apuntó la fecha en la que le había pegado para no olvidarlo nunca.
Ella lo describe como un hombre agresivo, irresponsable, aunque con ella tenía pinceladas de afecto.
Recuerda que a los siete años su papá le pidió llevar una olla a casa de su abuela y le exigió no responder a nadie si le preguntaban qué era lo que llevaba.
«Yo iba muy asustada, porque amenazaba con pegarme si alguien se enteraba de lo que había en la olla. Era marihuana de la buena, yo era su pequeña mulita. ¡Qué crueldad hacerle eso a un niño!».
Gilma ha tenido que luchar todos estos años con el recuerdo de una familia disfuncional, carente de afecto, valores y también de dinero. Un espacio donde el abuso parecía estar normalizado.
Pero aún a su corta edad ella pudo definir lo qué quería para su futuro: un atisbo de esperanza, un porvenir lejos de aquella violencia a la que dice que convirtió en su amiga como método de supervivencia.
Sus estudios fueron escasos. Llegó a quinto grado y a empujones.
«Nunca aprendí un coño. No me entraba nada. A mí me llamaba la atención eran los negocios, comprar, vender, pero a lo bien, nada de cosas torcidas».
Ese gusto por las ventas lo adquirió gracias a Clímaco y niña Merce, la pareja «rica» del pueblo, así los veía ella solo por tener una casa de bloque y una pequeña bodega.
Este lugar para Gilma era su mayor distracción. Su manera de huir del terror en que se convertía su casa cada vez que su padre y sus hermanos peleaban agresivamente entre ellos.
Allí también conoció lo que era atención al cliente, despachar, hacer inventarios y todo lo concerniente a llevar las riendas de una bodega.
La relación con sus hermanas tampoco le dejaba un gran ejemplo para su infancia. Su hermana Maritza huyó con un hombre mayor que ella, del que ni siquiera estaba enamorada, pero le decía a Gilma que era la única vía para salir de aquella casa.
De su hermana Martha con el pasar del tiempo supo que había muerto, no tiene certeza de que haya ocurrido así, pero dice que su mamá igual la lloró.
«Mi hermana vendía drogas, era muy mala conducta. Estuvo presa. Mi mamá nunca nos dejó ir a su casa, decía que allí había mucha gente mala».
Hoy, a sus 58 años de edad, Gilma Sandoval recuerda una infancia de sobrevivencia, rebelde y salvaje. Así amoldó su carácter y personalidad para defenderse hasta en su propia casa.
Un carácter que fue pisoteado y manoteado el día en que la desgracia llegó a su vida.
A su casa fue un supuesto amigo de sus hermanos, un hombre de contextura gruesa, alto, de unos 45 años, tal vez. En su memoria, Gilma todavía lleva tatuado aquellos ojos rojizos, aliento a ron barato y manos oscuras y ásperas que rozaban su cuerpo a diario. «Ese hombre me desgració la vida».
«Era un sádico, un malvado, me utilizó como su esclava sexual. Era un torturador. Me hizo todas las maldades que se le puede hacer a una niña».
A Gilma todavía se le quiebra la voz y se le alteran los nervios cada vez que habla de este episodio. Su ingenuidad había sido resquebrajada por aquel militar de la base naval de Colombia, que poco después se sumaría a las filas del narcotráfico.
«Me pegó muchísimas veces, hasta llegó a partir el tabique de mi nariz. Era un demonio. Una vez me arrodilló y con una pistola me obligó hacerle sexo oral. Me insultaba y me decía cosas espantosas. Yo sentía que ese era el precio que tenía que pagar para salir de ese pueblo».
Este hombre había prometido a Gilma sacarla de Lorica y llevarla lejos. Ella solo quería escapar, tener una vida distinta. “Yo era menor de edad y él era un militar, quién más me podía ayudar”, pensaba.
Con él viajó a Cartagena, sin saber que el paraíso colombiano se convertiría en un infierno para ella.
Estando en un local nocturno, Las Catacumbas de Cartagena, en medio de aquella oscuridad hizo que se desnudara y con una correa la golpeó. Gilma recuerda cada instante como los peores años de su vida.
Se había convertido en una indigente, sola, sumisa ante las pretensiones de este señor.
«Con ese hombre conocí la maldad del ser humano y reafirmó la violencia en mí. Muchas veces lloré en silencio, culpaba a mi mamá por dejarme ir, pasé muchísimo trabajo, pero si no hubiese sido así, ¿Dónde estaría yo ahora?».
Gilma sintió la necesidad de huir. Entre el infierno que estaba viviendo pudo deslumbrarse de las bellezas de Cartagena, de un mundo distinto, el que ella imaginaba en sueños sin saber que realmente existía.
Tiempo después, supo que el hombre que había desgraciado su vida murió en medio de calderos donde se procesa la droga. Había entrado de lleno al narcotráfico. Ella sintió un alivió cuando supo la noticia.
Desde ese entonces Gilma duerme con un cuchillo bajo la almohada como arma de protección. De la joven soñadora e ingenua de Lorica no quedaban ni rastros.
Los obstáculos eran una constante en su camino. Sus años en Cartagena no fueron tampoco lo que imaginaba, la suerte y el éxito parecían no existir para ella.
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