
En pleno casco urbano del barrio Los Arenales, parroquia Dalla Costa, San Félix, una carretilla llena de hierro oxidado avanza lentamente por la calle principal. La empuja Josefina Aponte, una mujer de mirada firme que, como cada día, se dirige a una recuperadora de materiales para vender lo que ha recolectado. La chatarra, junto con ropa usada y otros objetos, es ahora su única fuente de ingreso, en un hogar donde la pobreza y el deterioro marcan la rutina.
La vivienda donde habitan Josefina y su esposo parece resistir a duras penas el paso del tiempo y los azares climáticos. “Llueve más adentro que afuera”, dice ella, señalando los múltiples agujeros en el techo y las paredes maltrechas. Una alcantarilla cercana mezcla aguas pluviales con aguas negras que corren justo detrás de su casa, y hace poco la fuerte corriente derribó el paredón trasero y la cerca lateral derecha.
El esposo, un hombre ya de la tercera edad, no puede trabajar. Josefina explica que el ingreso del bono de la denominada “guerra económica” es crucial para completar lo que consigue vendiendo. “No es mucho, pero ayuda a mantenernos. Cuando no hay nada, traigo al menos un paquete de harina pan o arroz para el día”, cuenta.
Sin apoyo familiar
El único respaldo familiar parece distante: las tres hijas de la pareja están dispersas, dos fuera del país y una cerca, pero ninguna en condiciones de ofrecer apoyo económico. “Me dicen que no les alcanza el dinero. Si es una excusa o realidad, no importa. Aún puedo trabajar y seguir adelante”, afirma con determinación.
El consejo comunal les acercó recientemente una lámina de zinc para reparar parcialmente el techo maltratado, pero la precariedad es grande. Josefina confía en sus esfuerzos y en su voluntad para seguir enfrentando el día a día en esta humilde vivienda, que más que un hogar parece un refugio frágil en medio de la adversidad.
Esta historia, como muchas otras en comunidades vulnerables, expresa el rostro invisible de la lucha cotidiana contra la pobreza, la falta de recursos y el olvido institucional.
Más adentro
En Los Arenales, la lluvia no solo moja, también inquieta. La pareja Josefina y Ramón Jaramillo, sortean cada día las goteras que caen desde un techo vencido y oxidado. Ese mismo techo es testigo de años de desgaste y de la espera interminable por una solución que las láminas de zinc otorgadas por el Gobierno no logran remendar.
Entrar a la casa de los Jaramillo es descubrir el mapa triste de la precariedad. Los huecos en el techo dejan pasar la luz y el agua, el paredón de un costado, retorcido y vencido, se apoya, resignado, sobre la vivienda contigua. En la parte trasera, la cerca de bloques yace desparramada en el suelo, incapaz de contener las crecidas ni la esperanza.
Ramón, a pesar de estar incapacitado, mezcla cemento y acomoda bloques con el dinero que puede reunir del bono de guerra. Cada piedra que apila es un esfuerzo monumental por proteger lo poco que tiene. Sabe que si no lo hace, el agua seguirá invadiendo su refugio cada vez que la quebrada La Viuda, embaulada para evitar tragedia y luego atiborrada de escombros, desborde con una nueva tormenta.
Sin fuerzas
La voz de Jaramillo resuena, cansado y agotado por los problemas: “A mi edad es difícil conseguir un trabajo, y ya no tengo fuerzas. Trabajé por 20 años en Bauxilum, después me retiré, pero no tuve suerte en otros oficios.» Sus palabras, entre suspiros y molestias, revelan más que cansancio; son reclamos de alguien que ha sido olvidado.
“Los que vivimos en los barrios más desposeídos enfrentamos la escasez todos los días, pero nadie parece verlo”, dice, agitado y con la incertidumbre dibujada en el rostro.
Ramón solo pide que lo escuchen antes de que el techo termine de colapsar o el agua acabe por llevarse su casa. Más allá de las paredes húmedas y las grietas, su llamado es también el eco de muchos otros en Los Arenales, donde el desamparo y la resistencia conviven bajo un mismo cielo desgastado.
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