Madrid.- Treinta años después de su fallecimiento, las imágenes de la actriz Greta Garbo siguen siendo un referente de estilo, de libertad, de una mujer que fue contra las normas, que supo imponer las suyas, segura de sí misma y con un marcado estilo «tomboy» sin dejar la femineidad de lado.
Greta Garbo (Estocolmo 1905-Nueva York 1990), nació como Greta Lovisa Gustafsson en una familia sueca muy humilde. Su trabajo como dependienta en una tienda de sombreros la llevó a ser modelo y protagonizar varios cortos publicitarios hasta que hizo su primera incursión en el cine en una película de Erik A. Petschler.
A partir de ahí, tuvo claro cuál sería su profesión. Mauritz Stiller fue el director pigmalión que le cambió el apellido por Garbo y la hizo adelgazar diez kilos antes de dirigirla en «La leyenda de Gösta Berling», tras cuyo rodaje una propuesta de los estudios de la Metro les haría desembarcar a los dos en la meca del cine.
“El Torrente” (1926) fue su primera película en Hollywood, basada en una novela de Vicente Blasco Ibáñez. Cuatro años después llegaría «Anna Christie”, su primera película sonora, con la que consiguió aún más admiradores, cautivados al escuchar su voz.
«Mata Hari», fue uno de sus grandes éxitos, pero también «Romance», «Margarita Gautier», basada en la obra «La dama de las camelias» o «Reina Cristina», la historia de la reina de Suecia.
Garbo fue una mujer tan fiel a sus convicciones tanto como a su estilo. Protagonizar «La mujer divina» en 1928 la bautizó con el apodo con el que se la conocería a lo largo de su vida, «la divina», una definición que sumaba a partes iguales admiración y desdén.Su gran expresividad en los planos cortos la llevó al estrellato; sin embargo, no era fácil verla sonreír en la pantalla.
Precisamente, en la película «Ninotchka» esbozó una sonrisa y la prensa se hizo eco de ello con la frase: «La Garbo ríe».
Abandonó su carrera a los 36 años, después de haber realizado con éxito el difícil tránsito del cine mudo al hablado, una decisión que la abocó al silencio, que no al aislamiento, como matizó en alguna ocasión, a pesar de que sus relaciones sociales se limitaban a muy pocos amigos.
«Nunca he dicho ‘quiero estar sola’, solo comenté ‘quiero que me dejen sola’. Hay una gran diferencia», aclaró sobre su deseo de no estar rodeada de un gran número de personas.
Tanto era así que incluso durante los rodajes impuso, en alguna ocasión, que en la grabación de una escena solo estuvieran el cámara y el director.
Una fortaleza y una determinación que se manifestaban en el uso de prendas de corte masculino, trajes sastre con falda, en un armario en el que no faltaban los pantalones ni las chaquetas cruzadas.
Prendas que combinaba con blusas de coquetas y generosas lazadas, habituales en las colecciones de Fendi o Chloé, «looks» a los que nunca incorporaba zapatos de tacón; sus favoritos eran los planos tipo «oxford».
Su altura, su porte elegante, hacían de ella una excelente modelo, siempre con un aire muy chic, luciendo como complementos boinas y sombreros calados.
Aunque huyó de la sofisticación de las «femme fatale» que interpretaba, y que confesaba que a ella le producían «risa», eran personajes que hacían casi imposible tener de ella la imagen de una mujer corriente. A pesar de que nunca demostró su gusto por lucir joyas excesivas, sí era amante de la belleza que transmitía el arte, y llegó a tener en su casa obras de grandes pintores como Renoir, Monet o Robert Delaunay.
Presumía de no haber tenido nunca una bolsa de maquillaje y comentaba que, cuando hacía una película, apenas utilizaba cosméticos.
«Solía tener en mi camerino una polvera, un pintalabios y una crema envueltos en un pañuelo. Nunca me he sometido a ninguna operación estética ni me he puesto pestañas postizas», comentó en alguna ocasión.
Fue nominada cuatro veces al Óscar, pero no logró llevarse la estatuilla en ninguna ocasión, aunque en 1954 se le otorgó un Óscar honorífico por su carrera, que no acudió a recoger.
Su última película, «La mujer de las dos caras» (1941), de George Cukor, fue un rotundo fracaso. Se dice que Louis B. Mayer, el productor que la descubrió, la llamó a su despacho, le extendió un cheque y le dijo: «Ahora ya no tienes por qué rodar una película más en tu vida. Contigo ya no se puede ganar dinero».
Ella rompió el talón y salió dando un portazo. Nunca más volvió a ponerse delante de una cámara, pero sus interpretaciones siguen siendo objeto de estudio y ella un referente del cine.
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