En el corazón de la parroquia Chirica, San Félix, se encuentra Buen Retiro, uno de los barrios más antiguos y también de los más olvidados. Calles parchadas a medias, repletas de huecos que retienen el agua sucia, y alcantarillas ausentes que permiten que las aguas negras corran libremente por la triste capa de asfalto que resiste, a duras penas, el abandono. Así es el escenario cotidiano de sus habitantes.
Por la calle Marcela España camina apurada Josefina Guzmán, una mujer que representa la esperanza en medio de la precariedad. Lleva una bolsa en la mano con lo que pudo conseguir para alimentar a su familia: un kilo de harina y dos sardinas. “Mientras tenga vida, hay esperanza”, dice con algo de voz, pero con la firmeza de quien ha aprendido a no rendirse.
La indiferencia es otro enemigo. Al preguntar a algunos locales sobre la situación del barrio, la respuesta fue el eco del desarraigo: “No vivo aquí”, fue la constante respuesta. Otros solo estaban de paso, visitantes fugaces que no conocen, ni sienten el peso de las carencias diarias.
El reasfaltado de las calles es una prioridad urgente para esta comunidad, pero las aguas blancas se agolpan alrededor de la iglesia católica, un símbolo que también parece estar cerrado al respiro de su gente. Buen Retiro no solo espera mejoras materiales, sino que clama por atención y por justicia social.
El miedo: otro enemigo
Las calles Marcela España y Teresa de la Parra, antes asfaltadas, hoy se visten de tierra y abandono. Allí, donde aún se levanta la escuela que lleva el nombre de una de estas vías, la cerca perimetral yace destruida, agrietada y olvidada por las autoridades. Es el acceso a un barrio asolado, donde la muerte hizo su última llamada este fin de semana.
Un equipo de soynuevaprensadigita.com visitó la zona en horas donde el silencio se rompe solo por el llanto de vecinos que lamentan la pérdida reciente. Un joven fue asesinado a tiros por dos desconocidos, herido fatalmente en la cabeza, sin opción a escapar.
La inseguridad se siente tangible, refrendada por la completa oscuridad que cubre las calles, también por los terrenos baldíos cubiertos de maleza en la calle El Estadio, que sirvieron de refugio a los homicidas.
En medio del duelo y el miedo latente, un habitante de la comunidad susurró, bajando la voz: “Todos saben quiénes fueron y dónde están, pero tenemos miedo”. Sus ojos inquietos rastreaban cada esquina, para saber quien lo observaba cuando hablaba con el reportero.
Los padecimientos del barrio no terminan con la violencia. Los vecinos de la calle El Estadio carecen de servicio de aguas negras; sus necesidades se dirigen a pozos sépticos improvisados. Y a apenas unos metros de la escena trágica, dos centros de aprendizaje, el Preescolar Leonor de la Guerra y la Unidad Educativa Nacional El Nazareno, observan silenciosos el paso del tiempo y la incertidumbre de una comunidad decadente.
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