Los uitotos, boras, okainas y muinanes, cuatro pueblos indígenas de la Amazonía colombiana que estuvieron al borde del exterminio durante la bonanza del caucho, luchan ahora para que el Gobierno los saque del olvido para poder vivir por fin con dignidad.
Estos pueblos habitan el resguardo Predio Putumayo, de 5,8 millones de hectáreas, cuyo centro es el caserío de La Chorrera, en el departamento del Amazonas, donde funcionó en la primera mitad del siglo XX la Casa Arana, dedicada a la extracción del caucho, que los esclavizó y perpetró un genocidio que costó la vida a unos 60.000 nativos.
«El abuelo ha sido encarcelado, me contaba la abuela», dice a EFE en el dialecto uitoto minika Irene Gituyama, que pese a su avanzada edad conserva en la memoria las atrocidades cometidas por la Casa Arana.
Ayudada por su hija, Mireya Buinaje, que le traduce al español, Gituyama cuenta que en esos tiempos hubo masacres en la zona de La Chorrera, donde actuaban impunemente los capataces de la compañía cauchera del peruano Julio César Arana, apoyada por Inglaterra.
Castigos
«Ellos vigilaban y contaban la cantidad» extraída por cada indígena de los árboles de caucho, y «si no sacaba la cantidad (ordenada) lo castigaban, le cortaban el brazo, lo amarraban al sol, lo colgaban, lo golpeaban», relata.
La Chorrera es como una isla en medio del mar verde de la espesa selva amazónica, bañada en ese punto por el río Igaraparaná, de donde sus habitantes sacan el pescado que es básico en su alimentación junto con la yuca, con la que elaboran el casabe.
«Somos cuatro pueblos que somos hijos del tabaco, la coca y la yuca dulce. Vivimos de la pesca, la caza, la artesanía y de la cultura propia; de la lengua, de la vestimenta y los ‘compartires’ del tabaco, la coca y la medicina tradicional», explica a EFE José Pablo Neikase Ranoque, del pueblo okaina.
Pasado y futuro
Neikase afirma que «hay muchas historias conmovedoras que no se encuentran ni en el ‘Libro Azul’ (publicado en 1918), ni en el libro ‘Putumayo: caucho y sangre'», el informe presentado en 1911 al Parlamento británico por el cónsul inglés de la época en Río de Janeiro, el irlandés Roger Cassement, tras visitar el área entre los ríos Putumayo y Caquetá.
«Los abuelos, nuestras mamás que padecieron esa masacre, esa barbarie, nos cuentan todas las historias, los relatos de generación en generación», afirma.
Por eso, asegura que es hora de que el Gobierno vuelva los ojos hacia ellos, algo que reclamaron esta semana durante una visita a La Chorrera del ministro de las Culturas, Juan David Correa, para conmemorar los 36 años de la creación del resguardo y el centenario de la publicación de ‘La vorágine’, novela de José Eustasio Rivera que relata las crueldades de la Casa Arana.
«Nosotros lo que queremos es que el Gobierno, tanto colombiano, como los que tuvieron que ver con la cauchería, como es Inglaterra (…) nos garanticen el mejor vivir (…) con protección de la cultura, con salvaguarda de nuestros orígenes y nuestra naturaleza», afirma.
Selva adentro
La Chorrera, donde habitan unos 3.800 indígenas, de los cuales más de la mitad vive selva adentro, es un caserío pobre y abandonado, sin servicios básicos, sin internet ni telefonía.
El acceso es por vía aérea, con un vuelo desde Leticia, la capital amazonense, operado cada quince días por la estatal Satena o con Aero Amazonas Express, empresas que además transportan prácticamente todo lo que se consume o utiliza en el caserío.
Hasta los huevos y el pan deben llevarlos en avión porque los indígenas son tan pobres que no tienen ni para criar aves de corral para su subsistencia.
«El Gobierno nacional debe mirar hacia estos territorios abandonados, como La Chorrera, donde necesitamos infraestructura educativa porque los niños no tienen condiciones para estudiar» dadas las precarias condiciones de los dos establecimientos de enseñanza, dice a EFE la congresista amazonense Karina Bocanegra.
Por eso propone proyectos productivos para fortalecer la cadena alimenticia, como criaderos de gallinas ponedoras, para que las familias tengan huevos para su consumo porque «hay niños desnutridos y no podemos ser ajenos a eso».
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