Colombia.- En aquel instante lo supo. Cuando vio el candado en la puerta y sintió el frío del acero en la nuca, lo supo. En ese momento se dio cuenta de que no vendería café. Supo, también, que no enviaría remesas de dinero a su familia en Venezuela. La promesa de un futuro mejor en Colombia se desplomó ante sus ojos aquella mañana. Cuando se vio a sí misma encerrada en aquella habitación diminuta y con las manos de él ahogándole los gritos, lo supo. Aquel empleo que le habían prometido era falso: la habían captado en una red de trata sexual.

Yolanda ‒nombre ficticio para protegerla‒ está sentada en una cafetería de una de las ciudades fronterizas ‒por motivos de seguridad no se puede dar el nombre‒ entre Colombia y Venezuela. Tiene el miedo en la mirada. Observa de reojo. A la izquierda, a la derecha, detrás de su espalda. Tiene las piernas cruzadas y las mueve nerviosa. Las ojeras a causa de las noches sin dormir y el miedo le suman años que no tiene. Se remueve en la silla, incómoda. Yolanda está nerviosa. Desconfía. El peligro se extiende a lo largo de la ciudad y lo impregna todo: la conversación, los recuerdos, su mirada. El miedo está en todas partes y la acompaña en cada uno de sus movimientos: aparece en cada una de las esquinas en las que dobla para cambiar de dirección. Está en la mirada de cualquier desconocido y en las noches a la intemperie en la calle. A lo largo de la conversación en esta cafetería, se girará una decena de ocasiones para asegurarse de que no hay nadie cerca que le resulte sospechoso.

“Hacemos todo con miedo: salimos con miedo. Nos subimos a la buseta con miedo. Caminamos con miedo. Me da terror. Me da pánico volver a encontrarme con ellos ‒sus captores‒, porque están acá y en libertad. Me los encontré ya dos veces. De frente. Nunca estoy tranquila. Vivo 24 horas al día con miedo”.

Tiene el pelo color miel, los ojos grandes y almendrados, los labios gruesos, que temblarán cada vez que rescata aquel instante de su memoria en el que se dio cuenta que no regentaría un puesto de café, tal y como le había ofrecido su vecina del barrio y amiga de la familia de toda la vida. Esta mujer, madre de cuatro hijos, migrante venezolana, captada en su ciudad de origen hace un año y medio está en un programa de protección de testigos para víctimas de trata sexual.

“Cuando mi vecina, amiga de mi mamá y del barrio de toda la vida, me ofreció el trabajo me hice muchas ilusiones. Pensé que, por fin, podría mandarle dinero a mi familia y lograr que tuvieran una vida mejor. Mi vecina me dijo que había estado en Colombia vendiendo tintoscomo se le conoce al café en Colombia‒ y que le había ido muy bien, que hacía 60.000 pesos diarios. Me dijo ‘yo te pago el pasaje, no te preocupes. Hay hospedaje. Yo conozco un señor allá y él nos va a recibir’. Me dijo que no me preocupara: que conforme hiciera la clientela y ganase dinero le iría pagando la deuda del transporte desde Venezuela hasta Colombia. Hasta que al día siguiente de llegar me dijo aquello: ‘No, mamita. Usted no viene a vender café. No vaya a creer que la vamos a mantener: ha venido a ser prostituida. Ah, y sus dos hijas también. Hay señores a los que les gustan las chamas’. La madrugada de ese día fue cuando sucedió. El dueño entró al cuarto en el que nos retenía con mis dos hijas y me puso el cuchillo en el cuello. Él me dijo ‘si gritas o haces algo, ya sabes que sé dónde está tu familia, y que tu vecina me ha dado todos tus datos’”.

Lea el trabajo completo en El Nacional ://www.elnacional.com/venezuela/mamita-usted-no-viene-a-vender-cafe-venezolanas-en-colombia-victimas-de-trata-sexual/

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