

Ana Hortensia Campos tiene 102 años y aún guarda la fuerza y lucidez que sorprenden a cualquiera. En su voz pausada se escucha la historia viva de La Laja, un barrio donde hoy las casas parecen cuidadas por gatos y perros, reflejo de una soledad que nunca antes había presenciado.
Nativa de Tucupita, Delta Amacuro, Ana llegó a San Félix con apenas 18 años para vivir en casa de su tía. «Como si fuera ayer», recuerda el comercio incipiente en la calle Ramírez, la presencia de la Orinoco Irón Manny y la efervescencia por la explotación del hierro en El Pao. Las casas de bajareque y la polvorienta calle Luisa Cáceres de Arismendi formaban el paisaje de una ciudad en crecimiento.
Madre de seis hijos, con el menor de 64 años y el mayor de 76, Ana se aferra a la fe como pilar para enfrentar la vida. Considera que ha superado sus batallas y que está lista para «pasar por la puerta angosta sin problema». Costurera aún activa, puede ensartar una aguja sin lentes y confeccionar prendas a mano, sin depender de la máquina de coser.
La nostalgia aflora cuando habla del tiempo que se va y no vuelve, y recuerda que en aquellos días se dormía con las puertas abiertas, sin miedo, mientras los trabajadores de Ferrominera, aún ebrios, caían en las calles con la quincena en el bolsillo y nadie les molestaba.
La historia de Ana es un testimonio vivo de La Laja, donde el tiempo parece detenerse en sus palabras mientras ella, con su sencillez, enfrenta la creciente soledad de su entorno.
Falta de todo en La Laja
En La Laja, uno de los barrios pioneros de San Félix, el tiempo parece haberse congelado hace décadas. Lugareños mayores de 60 años lamentan la falta de servicios básicos: pozos sépticos en lugar de red de aguas negras, cortes constantes de agua y luz, y calles plagadas de huecos que las convierten en trampas intransitables.
Ana Hortensia Campos, la centenaria que aún cose sin lentes, estima que el 80% de los residentes ha emigrado a otros países, dejando casas «al cuidado de gatos y perros» que no caben en maletas.
Víctor Rodríguez, ex operador de máquinas pesadas en Ferrominera Orinoco, recuerda cuando llegó con su familia: solo tres o cuatro casas en La Laja, y en el centro de San Félix apenas la calle Orinoco, epicentro de compras y trueques de provisiones llegadas en lanchas por el Orinoco.
El único transporte era la chalana que cruzaba a trabajadores de Orinoco Iron Company hacia Puerto Ordaz. El primer puente sobre el Caroní inició a construirse en 1962, tardó dos años y fue inaugurado el 23 de mayo de 1964 por el presidente Raúl Leoni. La gente bebía de manantiales en Las Delicias o directamente del río, sin redes modernas.
Rodríguez acusa a todos los gobiernos de «negrear» a la comunidad, en invierno, el río invade viviendas dejando damnificados, y la Escuela Concentrada Nacional Número 2212 cerró por falta de matrícula. La Laja, cuna de la historia industrial de Guayana, clama por atención mientras sus pioneros resisten en el abandono.
Brigada de Rescate
Hernán Maldonado, director de la Brigada de Rescate Simón Bolívar, lidera cada año la batalla contra la crecida del río Caroní que inunda La Laja. Con apoyo de bomberos municipales, Protección Civil y otros voluntarios, atienden emergencias inevitables en este sector pionero donde el abandono y las lluvias se disputan el territorio.
«Este año 204 personas resultaron afectadas», detalla Maldonado, tras anegar varias casas y reubicarlas en el antiguo Preescolar de La Laja y la escuela local.
Meses antes de las lluvias, activan planes de alerta para familias vulnerables y monitorean el río durante los aguaceros, en un barrio pequeño de unas 700 familias -muchas ya emigradas en busca de mejor vida-.
A pesar de pozos sépticos, calles rotas, cortes de agua y luz, persisten hogares que rechazan partir. «Es uno de los barrios más seguros de Ciudad Guayana», afirman residentes aferrados a la comunidad que les dio refugio desde los tiempos de las chalanas y Ferrominera.
La Laja resiste, entre inundaciones recurrentes y memorias de Ana Hortensia y Víctor Rodríguez, sus habitantes claman por obras que detengan el olvido, mientras brigadas como la de Maldonado salvan lo que queda.
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