Leidy Ramírez / [email protected]

 

Recordaba las gloriosas notas del Himno Nacional. Cada vez que alguien entonaba el comienzo, él se ponía de pie, erguido rápidamente para cantar al lado de la cama o de la silla donde pasaba largas horas del día, intentando recordar.

Había sido Sargento de la Guardia Nacional y hablaba con orgullo de aquella época en que recorría los comandos desde el Táchira, donde nació, hasta el sur del país.

A pesar de no estar en la fase crítica del Alzheimer, comenzaba a tener severas dudas sobre su procedencia.

La típica pregunta sobre el paradero de sus padres con la ansiedad de un niño de 3 años era común por esos días. Iban de viaje. Lo llevaban de paseo a la Gran Sabana y se habían detenido en el camino para comer.

-¡Buenas tardes!, ¿Cómo le va?, preguntó él de manera casual y con cierto aire de cortejo mientras esperaban sentados la comida.

-Soy tu nieta, le recordó ella con una gran sonrisa.

-¿Ah sí?, ¿Hija de quién?,

-De uno de tus hijos menores.

-¿Y dónde está él, quiero verlo?

Es aquel que está allá, le indicó la joven con su dedo hacia el mostrador del restaurant.

-¡Ah sí!, ya veo. Se parece mucho a mí, aquí atrás, respondió él mientras señalaba un rasgo típico de su cabeza.

-Sí, es verdad, reafirmó ella, y ambos soltaron una carcajada.

Desde hace algunos meses había sido diagnosticado con aquel curioso síndrome de demencia senil.

Llevaban tiempo sin saber el uno del otro y no fue sino hasta ese momento cuando se volvieron a encontrar. Por esos días, cada segundo que pasaban juntos les bastaba para recuperar el tiempo perdido.

Su imagen flácida al bañarse con total calma sobre las piedras del río o las rancheras de Vicente Fernández, intactas en su memoria y entonadas a coro con gran pasión junto a su hijo cada vez que subían al carro, hacían registro de minutos que lo hacían sonreír y olvidar toda la vida que no recordaba.

Ella sentía felicidad al verlo tan animado, sobre todo después de la escena en un hotel de Tumeremo donde pasaron una noche antes de emprender el camino de regreso.

Solos en la habitación, él le preguntó nuevamente por su madre. Comentó que seguramente seguiría en el mercado y que iría a buscarla para ayudarla con las bolsas, además, se les haría tarde para llegar a la misa.

Aquel momento fue crucial. Ella sintió temor de la forma en que él podría reaccionar si le decía la verdad, que su madre había muerto hace muchísimos años, y que él ya tenía 77. Aun así, consideró que debía ubicarlo en el tiempo y el espacio, en lugar de confundirlo más con mentiras o seguir un juego que para él no era divertido.

Al escuchar la respuesta, rompió en llanto. Se enteró del tiempo que había pasado. Preguntó una vez más si tuvo hijos y dónde estaban. Ella volvió a explicarle todo con cariño y el deseo de poder grabar por siempre aquella información en su memoria.

Acostados los dos boca arriba sobre la cama, él le tomó la mano y se la puso en el pecho, mientras que en silencio, una lágrima gruesa le bajaba por el rostro.

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