Sector “Las Piedritas”: un barrio escondido en la parroquia Dalla Costa

Sus habitantes enfrentan caminos de tierra, precariedad y la falta de servicios, mientras buscan justicia social y seguridad para su comunidad

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Al otro lado de la antigua línea del ferrocarril y bordeando la calle Tavera Acosta, que conecta las comunidades de Los Sabanales, UD 145, UD 146 y Las Malvinas, en la parroquia Dalla Costa de San Félix, se encuentra el barrio “Las Piedritas”. Un vecindario con más de tres décadas de historia que resiste el paso del tiempo y las adversidades.

Ubicado en un extremo poco visible de la parroquia, sus habitantes han levantado su hogar a escasos metros de las riberas del río Caroní. El barrio nació entremezclado con la comunidad Los Arenales, a la que lo une un precario puente de madera que simboliza la conexión física y social entre ambas zonas.

Aunque las condiciones son difíciles, algunos nativos de Las Piedritas luchan cada día por hacer de su barrio un lugar seguro, donde impere la justicia social. Entre sus demandas está la entrega equitativa de la bolsa de alimentos CLAP, la distribución justa del gas y la repartición organizada de las láminas de zinc que les sirven para reforzar sus viviendas.

El entorno es complicado: un afluente de agua cruza el sector y ha formado una cárcava que se ha convertido en un vertedero informal de basura y escombros, mientras que la maleza crece y se extiende por los alrededores, evidenciando la falta de mantenimiento y atención.

Las Piedritas cuenta sólo con dos entradas, siendo la más transitada la situada cerca de la UD 146, cuyo acceso principal está protegido por un “portón rojo” que los vecinos colocaron para defenderse de intrusos y preservar su tranquilidad.

El paisaje del barrio revela mucho de su realidad: calles de tierra, caminos accidentados entre casas que en su mayoría están construidas con láminas de zinc y materiales reciclados, mientras que sólo unas pocas viviendas alcanzan a tener estructura de bloques.

Así, “Las Piedritas” permanece. Un barrio escondido pero vivo, cuya gente se aferra a su hogar con esperanza, trabajando por mantener la comunidad que los cobija, a la espera de mejoras que les brinden mayores oportunidades para vivir con dignidad.

Consejo comunal

En el entramado de caminos de tierra y ranchos que conforman el barrio Las Piedritas, una presencia silenciosa y vigilante está una cámara de seguridad, discretamente instalada junto al llamado «portón rojo», que día y noche registra cada entrada y salida.

Sus vecinos saben que está allí, una promesa de seguridad en un lugar que históricamente la ha negado. Lo que no saben, o quizás prefieren no preguntar, es desde dónde son observados.

José Acosta, un hombre que ha echado raíces en Las Piedritas hace veinte años, y hoy miembro activo del consejo comunal, encarna la resistencia de este barrio. Su voz se carga de la historia de un lugar estigmatizado. «Hacemos lo posible para que nuestros vecinos se sientan seguros y confíen en nosotros», afirma con la convicción de quien sabe lo que significa luchar contra el olvido. Para Acosta, la instalación de ese portón y la cámara fue un símbolo de auto-gestión y determinación, y ya proyectan un segundo en la otra entrada, cerrando así el cerco de su precaria fortaleza.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que Las Piedritas era sinónimo de «zona roja». Sus calles aparecían con una dolorosa frecuencia en las páginas de sucesos de los periódicos, un fantasma que sus habitantes hoy se esfuerzan por desterrar.

«El barrio era zona roja, siempre ocupaba espacio en las páginas de sucesos de los periódicos», rememora Acosta, con una mezcla de amargura y orgullo por el cambio. Y es que, a pesar de las carencias que aún los asedian, una brisa de optimismo parece recorrer sus pasillos.

La vida en Las Piedritas es un constante ejercicio de ingenio y resiliencia. Obtener agua por tubería, por ejemplo, fue una victoria monumental, aunque no exenta de nuevos desafíos.

La presión es insuficiente, y cada familia ha tenido que ingeniárselas con bombas adicionales para que el preciado líquido llegue a sus grifos.

Las calles, un laberinto de tierra y barro cuando llueve, claman por asfaltado. Sin embargo, Acosta y la comunidad tienen clara la prioridad: antes de soñar con el pavimento, deben construir la red de aguas negras, luego aceras y brocales, una hoja de ruta que habla de un futuro planificado, aunque aún lejano.

Curiosamente, la electricidad no es un problema tan recurrente como en otras zonas de San Félix; las fallas son esporádicas, un pequeño respiro en medio de tantas necesidades.

Se estima que más de 500 familias habitan en este rincón apartado, una población considerable que, pese a las adversidades, se aferra a su hogar.

Las Piedritas, con su cámara vigilante, sus portones de seguridad y la tenacidad de sus líderes, no es solo un conjunto de ranchos; es una declaración de resistencia, un testamento a la voluntad humana de construir un refugio, incluso en los márgenes de la ciudad.

Más allá del “portón rojo”

A tan solo medio kilómetro más adentro del barrio, otros rostros y realidades se asoman tras los ranchos. Son personas cuyas esperanzas se ven constantemente frustradas, víctimas de abusos internos que prefieren no denunciar por miedo a las represalias de quienes se aprovechan justo en su misma comunidad.

Una mujer, con la voz quebrada, descalza y sosteniendo una rabia contenida, compartió en voz baja su calvario. Con dificultad explicó que en Las Piedritas, muchos de los beneficios sociales que el Gobierno otorga a los más vulnerables —personas de la tercera edad, discapacitados, niños con condiciones especiales—, les son parcialmente arrebatados por vecinos irrespetuosos. «A quien se atreve a reclamar, lo etiquetan y lo aíslan», aseguró, evidenciando un miedo que impide la denuncia abierta.

En varias ocasiones, la comunidad ha recibido donaciones de láminas de zinc para reparar las viviendas más deterioradas. Sin embargo, pocos saben con certeza quiénes reciben realmente ese apoyo, y el mismo fenómeno sucede con las bolsas del CLAP destinadas a niños con discapacidad y ancianos.

La desconfianza y el temor a que los recursos sean desviados ha generado una atmósfera de impotencia y resignación entre los afectados.

Rancho en precarias condiciones

En un rincón del barrio Las Piedritas, Mileidis Fuentes ha erigido un hogar con lo que muchos desecharon.

Su rancho, construido con materiales reciclados y elementos de desecho, es hoy el refugio de su familia, una realidad que contrasta con su vida previa, cuando alquilaba una habitación en el sector UD 145 por 50 dólares mensuales, un gasto que ya no pudo sostener.

«Necesito mucha ayuda», confesó con voz entrecortada, sus palabras cargadas de preocupación y cansancio. “La barraca se moja cuando llueve, somos cuatro personas hacinadas: mi esposo, mis dos hijos y yo. Mi niña de casi 11 años ya pide privacidad”, contó, reflejando en ese reclamo la necesidad básica que, para muchos, es un lujo inaccesible.

Mileidis asegura que ha buscado ayuda en distintas instancias, pero hasta ahora no ha logrado respuestas concretas. Los ingresos que recibe apenas alcanzan para alimentar a su familia, quedando fuera las otras necesidades indispensables para un hogar digno y para el desarrollo de sus hijos.

Con esperanza y determinación, hace un llamado directo al gobierno local y regional: “Que vengan a ver en qué condiciones estamos, que visiten nuestra comunidad y mi rancho para conocer la realidad de primera mano”. Su invitación es un grito de alerta para quienes tienen el poder de cambiar su situación.

Agradece, eso sí, tener un techo bajo el cual cobijarse, pero lamenta que esa protección elemental no se traduzca en calidad de vida.

Para Mileidis, y muchas familias de Las Piedritas, el camino hacia la estabilidad aún parece lejano, marcado por la lucha diaria y la espera de que sus voces sean escuchadas.

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