Bogotá.- El conflicto en Colombia sigue enquistado en regiones como el Cauca donde las masacres, los asesinatos y los desplazamientos no dan tregua a una población que continúa secuestrada por las balas y las bombas de una guerra sin fin.

Las acciones violentas disminuyeron en este departamento del suroeste del país con el acuerdo de paz firmado en 2016 entre el Gobierno y las FARC, pero el vacío que dejó la guerrilla no fue ocupado por la justicia ni por la inversión social que prometió el Estado y ahora se disputan ese territorio grupos disidentes, frentes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y bandas narcoparamilitares.

Estos grupos criminales llevan años batiéndose a muerte por los territorios que llegaron a controlar en gran parte las FARC, donde se multiplican los cultivos de coca y marihuana, así como las preciadas rutas de salida al Pacífico.

Tras la paz, «era esperable tener resurgimientos de brotes de violencia», explica a Efe el subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares), Ariel Ávila.

«El problema es que no sabíamos que esto iba a durar tanto, no sabíamos que nos iba a coger un ‘boom’ de economía ilegales y no sabíamos que el Estado era el que iba a sabotear el propio proceso de paz, eso es lo dramático», agrega.

Las alarmas se encendieron aún más la pasada semana cuando un carro bomba explotó frente a la alcaldía del municipio de Corinto, en el norte del departamento, y casi medio centenar de personas resultaron heridas.

Pero las señales vienen de largo: los cuatro jóvenes indígenas que asesinaron en Argelia, en el sur, o la salida en bloque de todo el concejo municipal en enero por las amenazas que recibieron en este mismo pueblo.

También las cuatro masacres que se han producido en lo que va de año, con catorce muertos, según datos del Instituto de estudios para el desarrollo y la paz (Indepaz), o los 206 líderes sociales asesinados en esa región durante el actual Gobierno.

Lo que se vive en los últimos días, señala el presidente de Indepaz, Camilo Gónzalez Posso, no es «un salto en cuanto a capacidad de operación militar» de «los pequeños grupos» que delinquen en la zona ni «una nueva etapa o una nueva ola de guerra».

UNA PUGNA POR EL TERRITORIO

En el Cauca convergen tres frentes del ELN, uno del Ejército Popular de Liberación (EPL), el Clan del Golfo -la banda criminal más grande del país-, y varios grupos disidentes de las FARC, que cuentan con menos de dos centenares de hombres, además de pequeños grupos criminales.

Las disputas «son normales» tras la desmovilización de un grupo armado, explica el subdirector de Pares, «pero llevamos ya mucho tiempo (desde el acuerdo de paz) y esto está peor».

Al contrario a lo que ocurrió con los paramilitares, de los cuales hoy solo queda un gran grupo heredero (el Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia), el problema con los residuos de las FARC es que «ninguno le gana a nadie, ninguno es más fuerte que nadie y por ende la violencia tiende a degradarse».

Para el analista, a este fenómeno se le conoce como un «empate técnico criminal», agravado por el alto precio de la droga y el oro, así como la ausencia de política de seguridad del Estado. «Esto ha sido error, tras error, tras error», apunta Ávila sobre los tres grandes conflictos que vive el Cauca.

ESTADO AUSENTE

La presencia del Estado en muchas de estas zonas es completamente nula, con un Gobierno centrado en operaciones militares y capturas de medios mandos, mientras deja de lado en muchas ocasiones otros acercamientos a la resolución del conflicto o la misma implementación del acuerdo de paz.

Más allá del desarme de las FARC, este acuerdo apuntaba a soluciones para los territorios como la restitución de tierras a campesinos o la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos con programas productivos y ayudas económicas que el Gobierno quiere cambiar por la vuelta a la erradicación forzosa de plantaciones de coca con fumigación aérea.

«El problema es que el Estado únicamente está ofreciendo un servicio de seguridad, y lo que piden las comunidades es que haya seguridad y justicia, es decir, que sus problemas y sus disputas haya alguien que las solucione», apunta Ávila.

En estas comunidades son los grupos armados quienes, cuando controlan efectivamente el territorio, predisponen todo: desde la venta de licor hasta quien entra al pueblo, pasando por solucionar problemas personales como las infidelidades.

Por eso, en muchos casos, lo único que quieren las comunidades es que haya una autoridad, sea o no estatal, porque hasta que no pase y sigan los enfrentamientos, seguirán hostigados.

«La violencia solo bajará cuando alguien gane, pero como estamos en empate técnico, nadie va a ganar en el próximo año, entonces va a seguir habiendo violencia», vaticina el subdirector de Pares.

 

EFE

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