Leidy Ramírez / [email protected]
La noté por su serenidad entre la multitud.
Su ritmo pausado para moverse aunque estuviera en apuros al subir los escalones del estribo. Iba de pie, arrinconada hacia un lado del copiloto, en un huequito que pudo encontrar para no ser atropellada con los empujones que se daban unos y otros en horas pico de la tarde.
Noté también un par de collares con destellos de color que lucían alrededor de su cuello alargado. Su frente en alto. Ni el más mínimo gesto de perturbación en su rostro a pesar que la ola de gente la movía. Debe ser bailarina, pensé, y recordé las palabras de mi abuela dichas de otra manera por mi profesor de Danza, cuando me decía cómo se debe caminar aunque no se esté en el escenario.
Imaginaba cómo se podía mantener un cuerpo derecho entre aquella avalancha de personas que se venía cada vez que se abrían las puertas del autobús.
Ella se mantenía en perfecto equilibrio, con un pie todavía en el penúltimo escalón y otro en el siguiente. Llevaba unas bolsas que dejó reposar sin soltarlas en el piso de aquel autobús.
Hacía calor. Los hombres se gritaban palabras obscenas, las mujeres inútilmente evitaban rozar sus partes íntimas con ellos. ¡Huele a mierda!, gritó una entre el grupo de jovencitas que entró de manera estrepitosa a la unidad de transporte. Las otras personas se reían. Ella inmóvil.
En ese momento nuestras miradas conectaron y admiré su apariencia tranquila ante el caos. Le sonreí con cordialidad y en la búsqueda de un gesto de correspondencia con el estado de ánimo que predominaba en ese momento. Ella no se inmutó. Intuí que prefirió no hablar de nada, ni siquiera con gestos.
Solo giró sobre sus pasos ligeramente serenos cuando fue empujada hacia el pasillo, donde tomó con suavidad uno de los tubos de apoyo y acomodó sus bolsas nuevamente. De pronto el bus dio un frenazo repentino. Todos se agitaron. Y la aparente fragilidad de su mano se agarró con mayor firmeza. Lo noté por sus venas claramente proyectadas a pesar de la distancia que nos separaba.
Por un momento la perdí de vista, pero luego volví a ver su mano fuertemente sostenida en las agarraderas de los asientos. Fue fácil distinguir su piel marchita, casi transparente y sellada de punticos que nos dan la experiencia y los años. Era una mujer delgada, de cuello alto con falda larga estampada y un delicado morral en su espalda. Zarcillos largos y cabello hasta los hombros.
Recordé a las mujeres luchadoras de Guayana, a Mariel Jaime Maza, Yesmín Salcedo, Teresa Ramírez, Daniela Saidman, Marion Reina, Amanda Madero, Nery Cazorla, Roxana Sulbarán, Karina Flores, Esthela Álvarez, Sindy Ramírez, Blanca Custodio, Gladys Álvarez , Maigret Dávila, Sonia Salas, María Dávila.
Vi a la ciudad reflejada en ellas y en tantas otras. Vi en la firmeza de aquella mujer el coraje y decisión necesaria para seguir adelante a pesar de la adversidad.
De pronto bajé del bus, crucé la calle, sin tanto apuro. Vi la frondosidad y el intenso color verde que los días de lluvia le dan a los árboles. Acepto que ya no tengo el rubor de las niñas con amores de liceo. Tampoco toda la experiencia de esa señora del bus en la que me vi reflejada. Estoy justo en mi momento. Tomé aire, respiré, y otra vez la ciudad volvió a ser mía.
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