Ciudad Guayana.-Gilma cambió. Su cuerpo desgarbado de niña pasó a convertirse en un monumento voluptuoso, de curvas pronunciadas y piel canela tostada por el sol. Su forma de vestir tan colorida era de una joven de 26 años con aspecto de triunfadora, pero rota y herida por dentro.
Gilma sacó fuerza de donde no tenía, ya no solo por ella, sino por una personita de apenas 4 años.
Llegó a Venezuela con su madre y su pequeña hija, Diana. Antes de tomar esa decisión había tanteado el terreno varias veces.
De lo aprendido en casa de Clímaco y niña Merce, Gilma compraba chocolates, tela, potes de cocina y los vendía en Venezuela, atravesando trochas y escabulléndose de funcionarios fronterizos.
Gilma se había convertido en una indocumentada más que cruzaba a diario la frontera colombo-venezolana atraída por la bonanza petrolera, contrabandeando mercancía para la reventa.
Venezuela le enseñó la generosidad y solidaridad de su gente, sus mangos, sus riquezas y el amor.
Pero también le mostró la cara del sacrificio, trabajo duro y el rostro de la injusticia.
«Me enamoré de este país por sus mangos. Yo no podía creer que una fruta tan costosa en Colombia estuviese tirada en el piso, como si nada».
Nuevamente los deseos de superación de Gilma fueron empañados por la codicia y el poder de quienes visten bota y uniformes.
El abuso sexual se hacía presente otra vez en su camino. Esta vez un jefe de seguridad fronteriza decidió que su pase por setenta y dos horas a Venezuela dependía, no tanto de su mercancía, sino de su cuerpo.
Fueron varias las veces que Gilma canjeó su suerte por el placer de ese funcionario, quien de igual manera la amenazó con deportarla si no cumplía sus deseos.
El desespero la llevó, sin buscarlo, a los brazos de quien hoy la acompaña en su velero, como ella describe su vida.
Gabino Sandoval, su actual esposo. Se casó con ella en esos momentos de tanta impotencia como una forma de ayudarla a obtener sus documentos de residencia, un gesto de compasión que jamás podrá olvidar.
Su vecino de aquel edificio ubicado en Maracaibo, estado fronterizo con Colombia, se convertiría en su acompañante de vida.
Una historia de amor que se ha forjado en la ayuda al prójimo y en un agradecimiento constante a la vida.
Ambos, después de tantas batallas propias y con terceros, emprendieron lo que hoy se conoce como Fundación El Tekeñazo: una mano amiga de los centros penitenciarios de Ciudad Guayana, en el estado Bolívar, al sur de Venezuela, y también de los hospitales.
La compasión de Gilma con los privados de libertad es de admirar. Ellos son como parte de su familia, los consuela y los anima en momentos de tanta oscuridad.
«Lloro cuando se me muere alguno, río cuando los veo. Ellos me llaman ‘Maíta’, siempre con una sonrisa».
Para ella no son más que rostros de inocentes que tomaron malas decisiones o que estuvieron en el sitio equivocado. «Por eso no los juzgo, me compadezco de ellos, los motivo y en lo que pueda los ayudo».
Fundación El Tekeñazo es su forma de agradecerle a la vida por lo mucho que le ha dado.
Hoy, Gilma Sandoval atraviesa una dura enfermedad que la ha sumergido en los más profundos cuadros depresivos.
Fue diagnosticada de lupus a los 45 años. El panorama en ese entonces no era nada alentador. Muchas veces se echó la culpa ella misma. Decía que era la responsable por no descansar y no saber escuchar su cuerpo.
«Mi cuerpo cambió. Vivimos en un país donde la belleza es una esclavitud y verme así me deprimía mucho. Siempre vestí bonito, así fuese con ropa prestada. Ya mis trapitos no me entraban».
90 % de su cuerpo hoy está cubierto de tinta, cada trazo es parte de su historia de vida.
Gilma es una mujer llamativa como pocas, quizás, la mujer con más tatuajes en el país, de apariencia alegre y colores por doquier.
Los tatuajes ocultan las marcas de su enfermedad y sus pelucas la caída de su pelo por la quimioterapia.
Pero el dolor aun no sana. El dolor de adentro, el de la tristeza, el que lo causa verse al espejo y no reconocerse.
Gilma Sandoval encontró su refugio en las plataformas digitales. Un teléfono celular, que todavía usa con dudas, ha logrado devolverle la sonrisa.
Desde el año 2014 Instagram se convirtió para Gilma Sandoval en su diario más personal. Esta plataforma le ha servido para contar sus anécdotas, reflexiones y sanar su corazón.
Sin estudios, preparación o alguna fórmula mágica, @gilmasandoval cuenta con más de 9 mil “panales” -como cariñosamente llama a sus seguidores- que a diario ríen y lloran con sus ocurrencias, que no son más que historias de vida, bajo la etiqueta #EfectoGilmita.
El 6 de agosto de 2020, sus panales recibieron una amarga noticia. En ese momento, Gilma tenía síntomas asociados al coronavirus, aunque para esos días no tenía un diagnóstico preciso.
«Mis panales, si es mi hora, es mi hora…». Gilma Sandoval se despedía de sus seguidores. Sentía que había llegado su momento, pero aun así, todo lo dejaba en manos de Dios.
Conectada en esos días a una bomba de oxígeno, Gilma Sandoval se comunicaba con sus seguidores a través de un IGTV: “…así vengan 80 mil coronavirus. Dios rige mi vida y yo se la entregué a él. Los quiero mucho y deseo con todas las fuerzas de mi alma poder seguir contándoles historias y haciéndolos reír”.
Gilma Sandoval no le teme a la muerte, ya dejó de dormir con un cuchillo bajo la almohada. Se siente satisfecha de lo que ha logrado y a donde ha llegado.
Ver a sus hijas profesionales, educadas con valores y principios ha sido su más grande éxito.
Agradece a Venezuela, su otro país, su otra mitad. La tierra que le permitió crecer y desde donde ve sus recuerdos pasar como una película, sorprendida de que tanto abuso no determinara su futuro.
Un país que la cautivó con sus mangos y que hoy la acompaña en sus oraciones.
“Menos de 72 horas me sirvieron para rendirme a tu paraíso –le dice a Venezuela-. Si me toca partir lo haré como verraca que soy, pero mientras, seguiré luchando para que no acaben contigo”.
#EfectoGilmita
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