París.- Abdelá Taïa sabe qué significa usar las palabras para engañar, para mentir, para sobrevivir en medio de la pobreza absoluta. Quizá por eso este autor marroquí no se fía siquiera de lo que él mismo escribe, convencido de que la única verdad está en el cuerpo.
Taïa ya no es sólo el primer escritor marroquí que salió del armario. A sus 46 años, dueño de una obra reconocida y relevante, su voz se eleva entre los literatos árabes afincados en Francia con un discurso cada vez más crítico y libre.
Su último libro, «La vida lenta» (publicado en español por Cabaret Voltaire), testimonia una Francia racista y desconfiada, especialmente hacia los árabes tras los atentados yihadistas de 2015 en París.
Nacido en una familia paupérrima que ha protagonizado no pocas páginas de su obra, Taïa (Salé, 1973) aprendió francés para convertirse en director de cine, embebido por las películas egipcias que devoraba de niño y a las que se aferraba como único asidero en una infancia que discurrió entre violaciones e incomprensión.
«Recuerdo que con mi madre, de camino a la tienda, establecíamos la estrategia sobre qué íbamos a decir, cómo íbamos a seducir, cuál era la mentira que íbamos a usar para que nos fiasen… Las palabras que utilizamos están llenas de contradicciones, de estrategias y de las trampas del mundo», dice en una entrevista.
Y abunda: «Toda sociedad exige individuos que dominen el código que está arraigado en la lengua y cuando te diriges a la gente debes respetarlo: si no, no existes. Antes incluso de tomar conciencia ya están los códigos que me oprimen y que me dan la identidad fijada socialmente en la que el mundo quiere que me quede».
Todo ello le hace concluir que «la libertad sólo existe en el cuerpo» y que la lengua llega para censurar la carnalidad, «ya sea la lengua social, la de la familia, la de la religión, la del capitalismo…».
Conocer el mal es necesario
Taïa sólo entiende la literatura desde la experiencia personal del mundo, y para ello «hay que conocer perfectamente la cuestión del mal», como él asegura hacerlo.
En libros como «Mi Marruecos» o «El Ejército de Salvación» habla de manera más o menos autobiográfica sobre la dura infancia, rodeado por ocho hermanos, que vivió en Salé (junto a Rabat), donde su propia familia era incapaz de defenderlo de las continuas agresiones y vejaciones que sufría como homosexual.
Sólo la «peli árabe» de los viernes por la noche en televisión, como llamaban a las producciones del otrora floreciente cine egipcio, le permitía huir de su realidad e identificarse con las historias dramáticas de sus personajes, aunque la homosexualidad no fuese uno de sus temas.
«El hecho de ver a otros pobres me produjo una identificación con el mariquita marroquí que era yo, que no tenía más referencias donde proyectarme. La identificación no pasa necesariamente por alguien que se te parezca, sino porque alguien o algo te ofrece un espacio donde expresas algo compartido», señala.
En «La vida lenta», Taïa sigue el rastro de Munir, un joven escritor marroquí que vive en el barrio parisino de Marais epicentro de la comunidad gay y cuya relación de amistad con una anciana vecina va deteriorándose como consecuencia del ambiente de sospecha y de la marginalidad de los personajes.
Islamofobia tras los atentados
El autor ha observado una degradación del trato que reciben las minorías en Francia desde los atentados yihadistas de 2015 y se pregunta sobre «qué hace que toda una sociedad se sienta amenazada y necesite inventar un enemigo para sentirse segura».
«¿Qué autoriza a una sociedad a hacer una amalgama entre quienes han cometido esos atentados y toda una comunidad?», se interroga.
El escritor ha sido muy crítico con su país de origen en el pasado. Pero se niega a convertirse en el «árabe de turno» que se utilice para criticar la homofobia u otros problemas en Marruecos.
«Ellos quieren que me revuelva contra Marruecos para darles gusto -añade- pero yo no me revuelvo contra Marruecos, sino contra las leyes que criminalizan a los individuos. No puedo decir ‘gracias Marruecos’, ni tampoco ‘gracias Francia'».
Y toda esta evolución que ha sufrido está relacionada, como él mismo reconoce, con la constatación de que él mismo, al llegar a Europa hace dos décadas, dio la espalda a sus orígenes.
«Me avergüenzo de mi mismo porque, al llegar a Francia, no presté atención a los árabes o a los africanos; me construí frente a ellos. Quizá me sentía superior porque iba al Louvre, porque conocía a Robert Bresson y Jean-Luc Godard… Retrospectivamente, me avergüenzo de eso».
¡Síguenos en nuestras redes sociales y descargar la app!