En una conversación sobre las costumbres de los guayaneses, un amigo me refirió la existencia del “Porsiacaso”. El asunto es una cadena de cuentos, pues un amigo suyo le había contado que su abuelo recordaba que en su infancia en Ciudad Bolívar los viajeros de la época llevaban un “Porsiacaso” para alimentarse durante los días que tardaran en hacer el trayecto entre un pueblo y otro o cuando salían de cacería.

Según los recuerdos de este abuelo, en el “Porsiacaso se llevaba casabe, carne salada y un pedazo de papelón si tenían”. En esta conversación, atando cabos sobre la época de los viajes en mulas, la inexistencia de carreteras y sacando cuentas de la edad del amigo, y por ende del abuelo, llegamos a la conclusión de que el “Porsiacaso” era  una costumbre de finales del siglo XIX y de ahí me quedó  una tarea pendiente que hoy, luego de mucho investigar, puedo contarles.

“Por si acaso” es una locución adverbial que se emplea ‘en previsión de una contingencia’; solemos decirla cuando no sabemos qué puede ocurrir y dejamos algo adelantado para prevenir posibles eventos. Este sentido de previsión del “Por si acaso” lo podemos observar en la canción venezolana “El adiós”, en la que una de sus estrofa dice: “Por si acaso yo no vuelvo/me despido a la llanera/Despedirme no quisiera/porque no encuentro manera”.

“Porsiacaso”, como sustantivo, es decir, como una única palabra, designa en Argentina y Venezuela -según el Diccionario de la Real Academia Española– a una ‘alforja o saco pequeño en que se llevan provisiones de viaje’, lo cual concuerda con el sentido previsivo de llevar alimentos para asumir viajes largos.

Esto se ve confirmado en el Diccionario de Alimentación y Gastronomía en Venezuela de Rafael Cartay en el que se indica que el “Porsiacaso” se emplea en el llano y se “lleva sobre el hombro o sobre la cabalgadura de modo que cada extremo cuelgue hacia lados opuestos”.

Sin provisiones para los largos viajes y travesías la historia del mundo fuera otra, sin ellas hubiese sido imposible descubrir continentes, librar batallas en lugares remotos o conquistar naciones.

Si aterrizamos la afirmación anterior en el contexto guayanés podemos convidar en este cuento a Sigfrido Lanz Delgado y su artículo “La Villa de San Antonio de Upata, un pueblo de misiones capuchinas”, en el que nos describe el proceso de colonización de la Provincia de Guayana, el cual se logró a mediados del siglo XVIII gracias a que los misioneros capuchinos crearon un hato trayendo desde la Provincia de Cumaná un lote de ganado vacuno que serviría de sustento de los habitantes y permitiría levantar, en Guayana, pueblos, villas y ciudades españolas en tiempos coloniales.

Lanz nos cuenta que a partir de los logros de los capuchinos los habitantes coloniales de Upata gozaban de una fructífera producción agrícola y cría de ganado y que se beneficiaban de mano de obra abundante y gratuita a cambio de acompañar a los capuchinos a participar en las eventuales incursiones a territorios indígenas con el fin de que estos se mudaran a los pueblos que los religiosos tenían destinados para ellos.

Para dichas incursiones se alistaban con distintas provisiones: “Antes de hacer la entrada a los bosques y montes, se surtían los misioneros de carne salada, casabe y otros comestibles para sustento del grupo de personas que conformaba la comisión, pues la incursión duraba varios días”.

Aunque en mi indagación personal no encontré ningún habitante del estado Bolívar que conociera de qué se trataba el “Porsiacaso”, las palabras anteriores confirman la previsión de todo viajero y evidencia que efectivamente la carne salada y el casabe eran alimentos comunes en Guayana y muy probablemente de los preferidos para cualquier contingencia.

Como todo investigador, la semilla de la curiosidad seguía anidada en mí y mucho tiempo después encontré el blog “Yaracultura” en el que se hacía referencia a la investigación de campo en el estado Apure realizada por el Centro de Investigaciones Gastronómicas (CIG) y la cátedra Literatura y Gastronomía de la Universidad Nacional Experimental del Yaracuy (UNEY). En esta investigación, el rector, Freddy Castillo Castellanos, partió de las referencias gastronómicas de las novelas Doña Bárbara y Cantaclaro de Rómulo Gallegos para conocer la gastronomía apureña.

Para  la recreación del llano y sus costumbres el grupo siguió la ruta que hizo el novelista en abril de 1927 y Castillo Castellanos expresa que siempre se había imaginado la comida de Melquíades Gamarra, personaje de Doña Bárbara y que estando en el Arauca, pudo determinar que “El Brujeador comió hallaquitas, carne seca y papelón, porque al navegar por esas aguas, supe que el ‘porsiacaso’ debía contener alimentos que se pueden mojar sin que tenga mucha importancia. Por eso deseché el casabe de mi lista”.

Si bien el razonamiento que llevó a Castillo Castellanos a desechar el casabe parece lógico ahora integraba a mi búsqueda otra incógnita y era saber si realmente la hallaquita resistía, así como el casabe, tiempo sin corromperse o descomponerse.  

Las hallaquitas, según las palabras de Francisco Javier Pérez en el Diccionario histórico del español de Venezuela, son una especie de bollo de masa de maíz que suele amasarse con queso, chicharrón o manteca de cerdo e incluso anís y que se cubre con las hojas de la mazorca y con una sola amarra en la parte central.

La respuesta a mi duda sobre la conservación de las hallaquitas me la dio el mismísimo Francisco de Miranda, pues en su historia se cuenta que en 1806, al invadir Venezuela por Coro, señaló que por lo general los almuerzos en casa de su padre figuraba “la ayaquita con diversidad de días”.

Esto desmontó mi creencia de que un alimento elaborado por maíz no podía durar tanto tiempo sin fermentarse y me hizo recordar a la famosa y decimonónica  ‘hallaca angostureña’ o ‘hallaca seca’, descrita por Rafael Cartay en La hallaca en Venezuela; la cual resistía la larga travesía fluvial que duraba un mes desde el Barinas hasta Ciudad Bolívar, antigua Angostura, y que podía conservarse sin alteración alguna hasta por tres meses si estaba bien hecha.

Echado todo este cuento, no me queda más que decirles que sea el “Porsiacaso” llanero o guayanés, con casabe o con hallaquitas, es un avío o provisión a la que se le debe mucho en la construcción de nuestro país y su historia es digna de tener entre nuestros recuerdos del pasado y contarla a nuestros jóvenes. Háganlo, cuéntenles a sus amigos, conversen sobre el tema, por si acaso, uno nunca sabe…

Autora: Carmen Z. Rodríguez 

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