Leidy Ramírez / [email protected]
Yacía de pie firme sobre la balsa que se ubicaba en el Encuentro de los ríos Orinoco y Caroní. Harían las 5 y media de la tarde. El Sol y el tornasol del cielo brillaban con sus rayos más cálidos y resplandecientes.
Solo veía su espalda sin camisa. Su pantalón color crema recogido hasta las pantorrillas y a un lado, una lanza que sostenía con fuerza. Era un Guerrero, pero también custodiaba cada atardecer en ese lugar. Sobre esa posición.
Recuerdo haber nadado con agilidad y rápidamente ascender hasta la pequeña plataforma sobre la superficie. Mi pelo se posaba sereno sobre mis codos cuando subía silenciosamente mis brazos sobre la madera y reposaba suavemente mi cabeza sobre ellos. Me ponía cómoda para mirarte.
A menos que te necesitaran por alguna emergencia, sabía que pocas cosas te distraerían, y que no te moverías ni un instante para fijar tus ojos sobre otra cosa en ese momento. Tampoco perturbaría tu calma algún pequeño ruido o leve movimiento. Sin embargo yo hacía lo posible porque no te dieras cuenta.
Colaba mis movimientos y los camuflaba por entre el ruido del viento, o de los pájaros que se escuchaban a lo lejos, en las islas que equidistan sus mullidos y olorosos árboles de un verde muy profundo en aquellas horas que ganábamos al tiempo. Eran estrategias para verte. Estabas allí por contemplar un mundo y yo por contemplarte a ti.
No pude hacer más que comenzar a preguntarme lo que pensarías en ese momento. Pude ver tu mirada firme sobre el horizonte y el destello encendido de tus ojos fugaces hacía el sol.
Admiré la certeza y determinación de aquella expresión que también reconocí en mí. Te sentía de los míos. “Tal vez algún instinto mágico en esta incógnita presencia nos haga sentirnos”, pensaba.
Entonces probaba enviarte mensajes telepáticos, tomar energía del sol para cargar en tu memoria ese bienestar que nos da el silencio. La luz que nos cura y regenera el corazón, el alma y el pensamiento. Enviaba armaduras de plata sobre su pecho para todo momento y aquellos rayos magnánimos del Sol las cubrían con su oro. Lucías resplandeciente y seguro. Entendí que sin saberlo, ese es el lugar donde te preparas para nuevas batallas.
Guardé el reflejo de la luz sobre tu rostro, el recuerdo eterno de aquellos trazos de Sol sobre el río, la arena y los pequeños cerros de las islas fulgurantes todavía, mientras me humedecía nuevamente en el agua.
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