Historia fugaz en el Metro

Porque un amor platónico se nos cruza en cada espacio, en cada mirada, en cada semejante

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Leidy Ramírez / [email protected]

 

Siempre quise escribir esta historia sobre el Metro, sobre todo porque al vivir en Caracas y desde el primer momento en que se empiezan a recorrer las calles y avenidas principales para hacer mil diligencias, desde buscar trabajo, sacar copias o encontrarse con amigos, se hace inevitable ser atrapado por una de las miradas titilantes con las que uno se encuentra en los trenes.

La primera vez que me pasó. No recuerdo bien las facciones de la persona. Hombre de unos 28 años con el cabello negro y lacio, como solían gustarme. Más alto que yo. Su atlética figura varonil estaba cubierta con aquella chaqueta impermeable. Eran días fríos y de lluvia.

Al salir del trabajo, el ambiente algo melancólico y el temperamento vulnerable de los ciudadanos a las 6:00 pm, luego de un largo día de tareas terminadas y pendientes, se tornaba cada vez más agresivo entre la multitud en picada que se apresuraba a los andenes con la esperanza de llegar pronto a casa.

Recuerdo que él estaba sostenido de uno de los tubos de apoyo. Los que se ubican en el centro de cada vagón. Estaba frente a mí. Tenía sus manos debajo de las mías, pero yo no lo había notado, hasta que tropezó uno de mis dedos con el suyo. Levanté la mirada hacía él y me vio, con unos ojos que obviamente pude distinguir de todos los otros.

Por más que quería pasar desapercibida, el cristal de sus ojos era un imán. Inútilmente insistía en disimular. Pero no podía. Me sorprendí completamente fijada en la forma en que sus ojos me tocaban. Entre los apretujones que nos daban quienes entraban en Plaza Venezuela, nuestras miradas rebasaban todo estimulo de conflicto por quien reclamaba un espacio en el vagón.

Mujeres, jovencitas y ancianas, a quienes se les escapaba una sonrisa entre los empujones, a veces más leves que otros días,  -a veces menos agresivos-, se abalanzaban bruscamente sobre mí de forma accidental, en la competencia para llegar primero que la otra.

Sin embargo él y yo catalizábamos aquel momento solo con vernos. Me explico. Si nuestros ojos hubieran tenido otros ojos, seguramente se habrían mirado así.

Comencé a preguntarme por qué. Comencé a sospechar que era el amor de mi vida, que tal vez por eso me mude a la Capital. No me pregunté si tenía novia, ex pareja, hijos, si los mantenía, si tenía como, si era chavista, opositor, no me pregunté tantas cosas. Solo pensaba en él y yo de la mano caminando en las horas nocturnas de Caracas, donde a lo lejos, entre las luces, permanece serena la silueta del Ávila, preparando sus horas de sueño para un nuevo amanecer.

Acto seguido. El sonido de las puertas anunció mi parada. Las estaciones hasta Palo Verde pasaron inadvertidas en medio de aquel magnetismo visual. Y con la vista muy rápida, en un parpadeo de pestañas hacia arriba, dije adiós y luego me perdí entre las escaleras hacia arriba.

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