San José de Cacahual, parroquia 11 de Abril, San Félix. Foto: Níger Martínez

Las calles de Ciudad Guayana hablaron todo el 2025, pero nadie quiso escucharlas. Lo hicieron a su manera; abriéndose en huecos, reventando cloacas, dejando correr aguas negras a cielo abierto y permitiendo que las cárcavas se comieran, poco a poco, la tierra bajo los pies de sus habitantes. En cada visita a los sectores vulnerables, el relato de los vecinos se repetía como un eco: promesas abundantes, respuestas nulas.

En los barrios del este y del oeste, el paisaje se parecía demasiado; calles rotas, basura acumulada, fallas de agua por tuberías, apagones eléctricos y zanjas profundas abiertas por las lluvias. La sensación general era de abandono. Lo que cambiaba era el nombre del sector, no el problema.

Sector industrial Los Pinos, Puerto Ordaz

Core 8: el cansancio también se desborda

En el sector Core 8, parroquia Unare, un vecino resumió el año con una frase corta y cansada: «No vimos ningún cambio». Señaló a la alcaldía de Caroní y a la gobernación de Bolívar como autoridades ausentes, mientras enumeraba los puntos críticos como: Gran Sabana II, La Teodokilda, Las Amazonas, UD-338 e invasiones cercanas, todos con el mismo cuadro, calles destrozadas y botes de aguas negras que corren frente a las casas como si fuesen riachuelos permanentes.

Otro lugareño, que prefirió no dar su nombre, fue más duro. A pocos días de terminar el año, calificó de «pésima» la gestión de los consejos comunales y aseguró que los servicios básicos en los barrios estaban «colapsados» ante la mirada indolente de las autoridades. Entre tanto, los vecinos seguían esquivando charcos hediondos y huecos cada vez más profundos.

Una de las tantas calles con aguas negras en el sector II de Gran Sabana, Core 8, Puerto Ordaz

Colapso perenne

En los sectores I y II de Gran Sabana, la palabra «colapso» dejó de ser exageración y se volvió rutina. Las redes de aguas negras permanecen dañadas, las cloacas se desbordan en varias calles y, como si fuera poco, el pavimento se hunde, agrietado e intransitable. Por allí no solo se dañan los vehículos: también se enferma la convivencia, el ánimo y, muchas veces, la salud.

En Los Pinos, el panorama no es mejor. Montones de basura cierran el paso hacia otras vías, bocas de visita rebosan aguas fecales, algunas calles permanecen a oscuras y los robos son parte del paisaje nocturno. Para muchos, salir temprano o llegar tarde es jugar una ruleta entre el hueco, la oscuridad y la inseguridad.

Muy cerca del mercado municipal de Unare, vecinos de conjuntos residenciales adyacentes al Centro Cristiano Renuevo viven con las ventanas cerradas por los olores putrefactos que emanan desde la parte posterior del mercado. Ahí, la basura se acumula en silencio, pero golpea de frente en cada respiración.

La Teodokilda, las calles son de tierra y lagunas de aguas negras

La cárcava que se come los años

En la urbanización Francisco Avendaño, mejor conocida como Los Alacranes, el tiempo pasa y el hueco crece. Lo que empezó como una abertura en el terreno terminó en una cárcava que ya se tragó la calle 17 y ahora avanza, lenta pero segura, hacia varias viviendas. Cada lluvia la ensancha un poco más, cada día de inacción oficial la hace más peligrosa.

Del otro lado, el barranco de Pinto Salinas recuerda que el problema no es nuevo. Después de causar destrozos y dejar familias damnificadas, el deslizamiento sigue su curso, como si el suelo también hubiera decidido dejar de obedecer. En esa frontera entre tierra firme y vacío, más de 42 familias esperan ser reubicadas; solo 16 han sido trasladadas. Las demás siguen viviendo al borde de la caída, mirando el abismo desde la puerta de su casa.

En la calle Monagas, una familia vive literalmente «a la orilla del zanjón». Cada crujido, cada lluvia, cada nueva grieta renueva el temor de que la socavación los arrastre sin aviso.

La ciudad que se desmorona

La amenaza no se detiene ahí. En la avenida Gumilla, frente al terminal de pasajeros Batalla de Santa Félix, una fosa crece y compromete viviendas de la urbanización Simón Bolívar (UD-102), parroquia Simón Bolívar. Los vecinos sienten que el suelo bajo la ciudad se va deshilachando en silencio.

En la ruta I de Vista al Sol, a un lado de la comunidad Santiago Mariño, las plegarias no piden milagros, sino soluciones. Los residentes ruegan que la respuesta llegue antes de que el socavón termine de tragar las casas cercanas al barrio Villa Tablita. Mientras tanto, vigilan con angustia cada nueva lluvia, cada pedazo de tierra que se desprende.

En la calle Piar de San José de Cacahual, parroquia 11 de Abril, otra zanja se apresura a derribar viviendas de familias humildes. Los lugareños hablan con resignación: «Perdimos las esperanzas». Allí, las palabras «protección civil» suenan más a deseo que a institución.

Virgen del Valle tampoco escapa. En esta comunidad de San Félix, una zanja se convirtió en amenaza directa para los residentes. Algunas casas ya colapsaron por la amplitud del hoyo; sus dueños se vieron obligados a abandonarlas, dejando atrás paredes, techos e historias.

Un año de promesas sin respuestas

Durante 2025, las promesas de los gobernantes de turno fueron muchas. Actas se levantaron, fotos se tomaron, recorridos se hicieron. Pero las soluciones se quedaron a mitad de camino, sin llegar nunca a las cárcavas, a los huecos, a las cloacas desbordadas ni a las familias que viven al borde del vacío.

La ciudad cerró el año con la misma postal con la que lo abrió: calles rotas, basura apilada, aguas negras corriendo y vecinos que, entre rabia y cansancio, se preguntan cuánto más tendrá que hundirse el suelo para que alguien los escuche.

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