El jefe de la diplomacia rusa, Serguéi Lavrov, cumple este sábado 20 años en el cargo, período en el que ha tenido que salvar la cara del Kremlin en numerosas ocasiones, hasta el punto de que su prestigio como diplomático se ha visto seriamente dañado.
«¿Qué hay que hacer cuando llegue el momento de poner fin al conflicto en Ucrania? En primer lugar, que en Ucrania, en esa Ucrania que quedará en nuestra memoria (…), se respeten las más elementales normas del derecho internacional, incluido el respeto de los derechos humanos, los derechos de las minorías, etc», dijo recientemente durante una visita a Turquía.
Por frases como esta, Lavrov ya no es visto como un interlocutor válido por las cancillerías occidentales, que le acusan de subordinarse completamente al partido de la guerra del Kremlin, sin dejar espacio para el compromiso diplomático.
De Ceilán a la ONU
Nacido en 1950 -cumplirá 74 años el 21 de marzo-, Lavrov se ha ganado el pulso su actual estatus. Trabajó en el embajada soviética en Sri Lanka entre 1972 y 1976, y en 1981 dio el salto a la delegación de la URSS ante la ONU.
Entre 1988 y 1994 ejerció varios cargos en el Ministerio de Exteriores, incluido el de número dos de la cartera, hasta que en 1994 retornó a Naciones Unidas para encabezar la delegación rusa.
Durante la década que trabajó en Nueva York se ganó fama de diplomático culto, irónico y afable, nada que ver con los siniestros diplomáticos soviéticos.
«Lavrov es un misterio para mí (…) Es inteligente, un diplomático de talento. Sabe mucho sobre el mundo y Estados Unidos», comentó en un artículo Michael McFaul, antiguo embajador de EEUU en Moscú, quien recuerda que incluso el ministro envió a su hija a estudiar a la Universidad de Columbia.
Ese talante lo mantuvo durante algún tiempo cuando el presidente, Vladímir Putin, lo nombró en 2004 jefe de la diplomacia rusa en sustitución de Ígor Ivanov, exembajador en España.
La reencarnación de «Mister Niet»
Hace mucho que Lavrov dejó atrás a Viacheslav Mólotov, el rostro de la diplomacia estalinista, que pasó a la historia por el pacto Mólotov-Ribbentrop, por el que la URSS dejó las manos libres a Adolf Hitler para atacar Polonia.
Muchos lo han comparado con Andréi Gromiko, el único ministro de Exteriores que ha estado más tiempo en el cargo que Lavrov, ya que marcó las líneas maestras de la diplomacia de la URSS durante la friolera de 28 años (1957-85).
No obstante, hay una gran diferencia entre ambos. Y es que el diplomático conocido en Occidente como «Mister Niet» tenía muy claro que «es mejor diez años de negociaciones que un día de guerra».
«La guerra entre Estados es un gran mal», dijo en una ocasión Gromiko, que perdió a dos hermanos en la Gran Guerra Patria.
La prensa asegura que Lavrov no participó en la decisión de iniciar la llamada operación militar especial en Ucrania, contienda que le ha dejado en muy mal lugar, ya que negó hasta el último momento los planes de atacar el país vecino.
Poco antes de la intervención militar rusa, aseguró públicamente que aún había espacio para la diplomacia en su pulso con Occidente y que las tropas rusas volverían a sus cuarteles tras las maniobras en la frontera con Ucrania.
Malabarismos diplomáticos
Desde entonces, todo han sido malabarismos diplomáticos para justificar la violación del derecho internacional. En algunos foros los pobres argumentos esgrimidos por Lavrov han despertado más sorpresa que indignación.
«Rusia nunca ha renunciado a las negociaciones», es el mantra más repetido por el ministro, que aprovecha cada oportunidad para culpar a la OTAN de ser responsable directo de la situación actual.
El concepto ruso de «Occidente colectivo» busca echarle la culpa a Estados Unidos y sus «satélites europeos» del recrudecimiento de los combates en Ucrania al suministrar al «régimen de Kiev» armamento pesado para lograr «la derrota estratégica de Rusia en el campo de batalla».
A la vista de que en Occidente la retórica diplomática rusa no tiene auditorio, Lavrov anunció a los cuatro vientos una «reorientación» de la política exterior que consiste, en pocas palabras, en dar la espalda a Occidente y entregarse en los brazos de China.
Moscú intenta ahora reanimar los lazos con los países asiáticos, árabes y africanos -a los que la Unión Soviética suministraba armas, cereales y materias primas-, ante los que se presenta como alternativa al colonialismo occidental y abanderado de un orden mundial multipolar más justo.
En América Latina Lavrov también tiene depositadas muchas esperanzas. Brasil, Venezuela y Nicaragua son los más leales al Kremlin, pero la llegada al poder de Javier Milei en Argentina y su decisión de no ingresar en el grupo de economías emergentes BRICS ha sido un duro revés para los planes rusos en el continente.
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