Viena.- Lavarse las manos es una forma sencilla de frenar la pandemia. El médico húngaro Ignác Semmelweis fue el primero en descubrir a mediados del siglo XIX que la higiene salva vidas, pero sus compañeros ridiculizaron sus ideas y él murió abandonado en un psiquiátrico.

Semmelweis (1818-1865) se adelantó a su tiempo con sus teorías, que formuló cuando se desconocía la existencia de gérmenes y bacterias.

Su descubrimiento tiene más vigencia que nunca: lavarse las manos dificulta contraer la gripe o la COVID-19, evita infecciones y contagios, y salva cada año millones de vidas.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) desarrolla desde 2009 la campaña «Salve vidas: límpiese las manos», para concienciar de que algo tan sencillo es una herramienta fundamental de salud pública.

Un pionero de la higiene

Semmelweis estudió medicina en Pest y Viena, donde se doctoró y logró una plaza en 1846 en la Maternidad del Hospital General de la ciudad, uno de los mayores de Europa.

Los hospitales en esa época eran muy distintos de los actuales: eran lugares mugrientos, llenos de parásitos y tan apestosos que el personal médico solía taparse la nariz para trabajar.

La tasa de mortalidad por fiebre puerperal era de alrededor del 15 % y a veces llegaba al 30 %. En aquella época, las muertes en los partos o en las infecciones posteriores se atribuían a una transmisión aérea por aire corrupto o miasmas pútridas.

En la Maternidad había dos clínicas, una atendida por médicos y estudiantes y otra, por matronas. En la primera, la mortalidad era muy superior a la segunda y Semmelweis quiso saber el motivo.

La única diferencia que observó era que los médicos y estudiantes asistían directamente a los partos tras haber realizado autopsias.

Entonces no se usaban guantes y muchas veces los médicos tenían las manos sucias con restos orgánicos de los cadáveres, lo que transmitía infecciones sin que ellos lo supieran.

A esto se unió la muerte de un amigo médico, que sufrió síntomas similares a la fiebre puerperal después de que un estudiante le cortase de forma accidental con un bisturí durante una autopsia.

Lavarse las manos

Su conclusión: existía una relación entre la escasa higiene de los médicos y la elevada mortalidad en la sala de partos.

«Para que ocurra fiebre puerperal es condición ineludible la introducción de materia cadavérica en el torrente sanguíneo», anotó el médico húngaro.

Y su solución fue obligar a los médicos a lavarse las manos durante cinco minutos con cloruro cálcico antes de entrar en los paritorios.

Los resultados no tardaron en llegar. Si a principios de 1847 la tasa de mortalidad era del 18 %, pocas semanas después cayó por debajo del 3 %.

Pese a este éxito, muchos de los médicos más influyentes de Viena se burlaron de sus ideas, consideraron que la bajada en la mortalidad era una simple fluctuación estadística y presionaron para que no le renovaran su contrato.

El fondo de la cuestión era que sus colegas eran incapaces de aceptar que fueran responsables de la muerte de sus propios pacientes, explica a Efe Bernhard Küenburg, fundador y presidente de la Asociación Semmelweis de Viena.

«Los médicos no querían admitir que ellos mismos, por sus propias manos, fuesen responsables de las muertes de mujeres y niños. Eran personas que querían ayudar y salvar vidas, y aceptar eso era muy duro», expone.

La polémica creció, azuzada también por diferencias políticas: Semmelweis, de origen judío, defendía ideas liberales en una Austria convulsionada por la Revolución de 1848, mientras que sus superiores más poderosos eran profundamente conservadores.

En 1849, pese a haber reducido la mortalidad, su contrato con el hospital se canceló. Las muertes volvieron a subir rápidamente porque el lavado de manos dejó de emplearse.

Muerte en un psiquiátrico

Semmelweis regresó a Budapest, donde trabajó en varios hospitales en los que redujo la mortalidad a menos del 1 %. Pero el fracaso en Viena, la muerte evitable de muchas mujeres al dar a luz y que su descubrimiento no se reconociese lo frustraron cada vez más.

«Cuanto mayor era el rechazo a sus teorías, más agresiva se volvía su forma de argumentar», relata Küenburg.

El enfrentamiento con sus críticos llegó a tal punto que tildó de «asesinos» a los médicos que no se lavaban las manos.

Con el paso de los años, Semmelweis se dio a la bebida y sufrió algunos transtornos que sus rivales usaron para desacreditarle.

Las circunstancias de su muerte no son del todo claras, aunque sí trágicas. En 1865, a los 47 años, fue internado contra su voluntad en un manicomio a las afueras de Viena y dos semanas después murió tras intentar fugarse, al parecer, debido al maltrato sufrido por los guardias que lo capturaron.

«Su cuerpo fue exhumado cien años después de su muerte y se confirmó que en las extremidades superiores había numerosas fracturas. Esto probaría la tesis de que no fue una muerte natural sino causada por el uso de la fuerza», resume Küenburg.

Reconocimiento póstumo

Sus ideas se comenzaron a aplicar después de su muerte y, de forma póstuma, se le reconoció como «el salvador de las madres». Su apellido da nombre a clínicas en Viena y Budapest y su descubrimiento es reconocido de forma universal: desde la OMS hasta Google, que le dedicó un doodle hace poco.

Su apellido también da nombre al «reflejo de Semmelweis», una metáfora sobre el rechazo a ideas nuevas basadas en la evidencia porque contradicen verdades hasta entonces incuestionables.

Y esta es una de las enseñanzas que destaca Küenburg en un momento de pandemia como el actual: No se debe permitir que políticos contradigan a la ciencia por ignorancia o prejuicios.

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