Socavón avanza sin detenerse, avenida Gumilla y la urbanización Simón Bolivar amenazadas. Foto: Níger Martínez

En pleno centro de San Félix, la urbanización Simón Bolívar (UD 102) vive con el aliento contenido de un monstruo subterráneo. La cárcava de La Gumilla, un socavón voraz que las lluvias recientes han alimentado con toneladas de arena deslizada desde sus paredes inestables.

Vecinos como los de esta comunidad residencial, colindante con Manoa y la terminal Batalla de San Félix, miran con temor cómo el «hueco» se expande, amenazando con devorar hogares y vías de escape en cualquier tormenta futura.​

Fotografías crudas capturan la magnitud del desastre: un barranco desprotegido donde nadie ejecutó obras de contención, dejando expuesta la fragilidad del terreno.

Un canal de la avenida Gumilla permanece clausurado, vedado al tránsito, mientras los movimientos de tierra iniciados a principio de año yacen inertes, permitiendo que el socavón erosione un costado de la carretera principal. Justo allí, junto a la única parada de transporte público y la comunidad indígena cercana, el peligro se multiplica con cada gota.​

El agua negra agrava el caos, cuatro alcantarillas instaladas en el sitio han colapsado dos de ellas, derramando fecales que serpentean por la zanja hasta desembocar en el colector frente a la Clínica Humana, al lado del sector Las Delicias.

Este flujo tóxico acelera la erosión, convirtiendo el lugar en un foco de insalubridad y riesgo sanitario para cientos de familias.​

Dos ceibas colosales, guardianes antiguos del barranco, pendulan al filo del abismo, listas para precipitarse y bloquear el curso de las aguas pluviales que confluyen desde cuatro afluentes. Un derrumbe así no solo aislaría barrios enteros, sino que inundaría calles y viviendas en la próxima crecida, recordando episodios pasados donde cárcavas similares en Ciudad Guayana han desplomado tramos enteros.​

No es un peligro

Mientras la cárcava de La Gumilla devora metros hacia la urbanización Simón Bolívar, en el corazón mismo del socavón, Ibrahaín Medina siembra vida donde otros solo ven muerte.

Por varios años, este agricultor solitario ha convertido el borde del barranco en un vergel improbable: aguacates jugosos, mazorcas de maíz dorado, yucas resistentes, jamaica vibrante y mangos que maduran bajo el sol inclemente de San Félix. Sin ayuda de nadie, sus manos han domado un terreno traicionero, canalizando las aguas que bajan de Manoa y UD 102 para que fluyan sin desborde.​

Medina mira el hueco con ojos de quien conoce sus secretos. «No representa un peligro aquí», asegura con la certeza de quien ha visto llover torrencialmente sin que la tierra lo traicione. Para él, el verdadero monstruo acecha más abajo, donde el socavón ya lame los cimientos de la UD 102 y amenaza con morder la carretera principal, junto a la parada de transporte y la comunidad indígena. Las lluvias, dice, han canalizado el avance, pero su parcela permanece intacta, un oasis en medio del caos erosivo.​

No todo es idílico en su lucha diaria. Los tubérculos que tanto esfuerzo le cuestan desaparecen en manos de «amigos de lo ajeno», y otras cosechas sufren el pillaje constante. Aun así, Medina persiste, plantando árboles frutales que arraigan profundo, como si desafiaran al destino mismo de la zanja. Su testimonio contrasta con el pánico de los vecinos: mientras las ceibas colosales pendulan al borde del colapso y las alcantarillas vomitan aguas fecales hacia la Clínica Humana, él cosecha en la misma grieta que aterroriza a cientos.​

Este hombre encarna la resiliencia guayanesa frente a un mal crónico que ha paralizado obras de saneamiento iniciadas en 2022 por exgestores como Tito Oviedo y Ángel Marcano. Tuberías de concreto reemplazaron las metálicas antiguas, pero el abandono las dejó a medio camino, permitiendo que el deterioro avance imparable. Medina, sin maquinaria ni presupuestos, demuestra que la tenacidad individual puede contener lo que el Estado no logra.​

 

Testigo eterno del abismo en expansión

A un costado de la comunidad indígena, donde el rugido de las aguas se confunde con el pulso de San Félix, Alfredo Lares ha clavado sus raíces por 40 años. Desde su precaria morada junto a la avenida Gumilla, este pisatario de terrenos ha sido testigo mudo de cómo la cárcava, esa zanja voraz de metros de largo y ancho, socava implacable, impulsada por corrientes que bajan de múltiples puntos sin que mano oficial la detenga.

Cada invierno, relata con voz templada por la resignación, el barranco se ensancha hacia los flancos de la calle, un avance silencioso que ya agrieta paredones perimetrales de casas en la urbanización Simón Bolívar, listos para derrumbarse en cualquier aguacero.​

Lares, como los indígenas que comparten el risco, prometieron una vivienda que nunca llegó más allá de la loza de concreto.

«Desde 1962 existe esta amenaza», afirma, remontando el origen del socavón a los albores del boom industrial de Ciudad Guayana, cuando San Félix se transformaba en polo de desarrollo pero dejaba grietas sin sanar.

Para él, el descuido es negligencia bipartidista: todos los gobiernos de turno han optado por parches vulnerables, diques efímeros, movimientos de tierra abandonados, en vez de atacar la raíz del mal erosivo.​

Mientras Ibrahaín Medina siembra aguacates y yucas en el borde superior, negando peligro en su oasis particular, Lares señala el verdadero talón de Aquiles, la parte baja, donde el hueco lame la UD 102 y amenaza la carretera principal.

«No bastan barreras alrededor», insiste el vecino de 40 años de vigilia. La salvación, dice, radica en ingeniería seria, canalizar el barranco como el exitoso proyecto frente a la Clínica Humana, que domó aguas fecales y pluviales sin repetir el ciclo de promesas rotas.​

Los residentes claman por acción urgente de autoridades locales, evocando promesas incumplidas de reparaciones que, como en casos previos de Los Alacranes o Cañón del Diablo, se paralizan por falta de fondos o voluntad.

En un territorio marcado por más de 70 cárcavas activas, este avance inexorable hacia Simón Bolívar subraya la crónica negligencia ante un mal recurrente que cobra vidas y esperanzas.

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