Sin aún cumplir los primeros 100 días de mandato, el presidente de Paraguay, Santiago Peña, ya enfrentó una protesta de reclusos en la mayor penitenciaría del país, que atrajo la atención sobre uno de los retos urgentes para su Gobierno: Las cárceles.
Lo que comenzó con una convocatoria a una conferencia de prensa por parte de internos de Tacumbú liderados por el Clan Rotela -una organización que las autoridades vinculan al narcotráfico-, se convirtió rápidamente el pasado 10 de octubre en una protesta, que incluyó la retención del director del penal y de una veintena de guardias.
Peña anunció el día 11 en una conferencia de prensa que habían retomado el control de Tacumbú, donde, advirtió, conviven 2.700 reclusos, de los cuales «1.600 «están en un proceso judicial», es decir, sin condena definitiva.
Desde entonces, las aguas parecen no haber vuelto a su cauce.
Familiares de los reclusos protestaron la semana pasada ante el Ministerio de Justicia, mientras que algunos custodios se han negado a entrar al penal desde que ocurrió el motín.
Funcionarios penitenciarios llegaron este lunes a Asunción desde distintos puntos del país y comenzaron una huelga de hambre para exigir mejoras laborales.
Detención preventiva
La protesta de los reclusos, que Peña se negó a caracterizar como una crisis y sí como «un enfrentamiento con la delincuencia», es uno de los muchos síntomas de una enfermedad ya convertida en endémica.
«Esto es una crisis más que hoy tiene un nombre y se llama Penitenciaría Nacional de Tacumbú, hoy es penitenciaría, mañana puede ser cualquier otra de las 18 penitenciarías que se encuentran en todo el país», explicó a EFE Sonia Von Lepel, comisionada y presidenta de turno del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura (MNP).
Al hacer una radiografía sobre las prisiones, indicó que la población carcelaria asciende a 17.000 personas -17.554, de acuerdo con las estadísticas del Ministerio de Justicia-, a 11.000 de las cuales el Estado ha designado un abogado, ya que no cuentan con los recursos económicos para su defensa.
Como principal punto de reflexión, la funcionaria alertó sobre un «abuso de la prisión preventiva», para garantizar el sometimiento de las personas a un proceso penal.
«Tenemos del total de la población -ilustró-, 70 % con prisión preventiva y solo un 30 % con condena».
Expertos e incluso autoridades coinciden en que el sistema carcelario termina abarrotado, ya que se aplica detención preventiva para frenar la criminalidad. Es así como el hurto o el robo agravado y otros delitos contra la propiedad son castigados con esta medida, por encima de casos contra la vida, según Von Lepel.
En el mismo sentido se expresó el viceministro de Política Criminal, Rodrigo Nicora, quien indicó que su país lidera las estadísticas de «aplicación de la prisión preventiva en Sudamérica».
Esto con un sistema que Nicora describió como «obsoleto», al igual que en otros países de la región, con penitenciarías cuyas estructuras de hace más de 80 o 90 años, que sufren hacinamiento, falta de personal o con funcionarios cuyas «remuneraciones no son las adecuadas».
«Es una conjunción de muchas cuestiones y ya viene de larga data», agregó el viceministro.
Tacumbú
Pero si bien el hacinamiento y la realidad que aqueja a las cárceles en Paraguay es común a otros países de América Latina, Tacumbú es, a juicio del criminólogo y doctor por la Universidad de Barcelona Juan Martens Molas, el símbolo del «fracaso» del sistema penal y penitenciario local, donde el poder siempre estuvo en manos de los internos.
Inaugurada en 1955 en un barrio tradicional de Asunción que lleva el mismo nombre, Tacumbú fue construida para albergar originalmente, según medios de prensa, a unos 800 reclusos.
El Anuario Estadístico 2022 del MNP cifra en 607 % el hacinamiento en esta prisión, según los criterios de derechos humanos que prevén un espacio mínimo de 7 metros cuadrados por persona.
Aun así no es la penitenciaría más hacinada del país.
Tacumbú, por estar en la capital del país, es considerada más segura y por ello se convirtió en destino de capturados por narcotráfico u otros delitos de peso, dijo Martens a EFE.
«Son edificios superpuestos, pareciera una villa, aquello no tiene una estructura de cárcel», afirmó, al describir el lugar.
Incluso, señaló que muchas de esas reformas se deben a los propios reclusos, como el narco brasileño Jarvis Chimenes Pavao, extraditado en diciembre de 2017 a su país, y quien -aseguró- «construyó un pabellón y una capilla gigantesca».
El ministro de Justicia, Ángel Barchini, confesó días atrás a periodistas que en esa cárcel hay «animales peligrosos», «riñas de gallos», así como problemas de armas y drogas, entre otros.
En ese penal ha tenido presencia la banda criminal brasileña Primer Comando de la Capital (PCC) y más recientemente el Clan Rotela.
Y aunque la reciente protesta ha reabierto la polémica sobre si existe o no un control efectivo del Estado, autoridades y expertos coinciden en la necesidad de diseñar un plan para que Tacumbú deje de funcionar.
La estrategia, apuntan, debe pasar por la separación de los reclusos con medidas preventivas de aquellos ya condenados y que se atiendan necesidades básicas de los internos, como la alimentación y el suministro de productos de aseo e higiene personal.
Nicora destacó que el Gobierno prevé poner en funcionamiento tres nuevos sitios de reclusión, que supondrán una inversión -solo en equipamiento- de al menos seis millones de dólares por cada centro.
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