Mide sólo 75 centímetros de largo y es un entrañable icono en muchas zonas de Norteamérica, pero el castor americano está arrasando con bosques nativos del sur de Chile, contribuyendo así a la crisis climática.

Sin un depredador que lo cace, el castor se ha reproducido en pocas décadas de forma exponencial hasta convertirse en una devastadora plaga que amenaza la Patagonia chilena y argentina, donde los bosques retienen por hectárea casi el doble de carbono que el Amazonas.

La Corporación Nacional Forestal (Conaf) estima que solo en la austral Tierra del Fuego hay entre 65.000 y 110.000 ejemplares.

Introducido en la década de 1940 en Argentina para fomentar la industria peletera, el castor está considerado un genio de la ingeniería: talla árboles con sus dientes y crea presas de más de un metro de altura y de hasta 100 metros de longitud, inundando terrenos en los que sitúan sus madrigueras, con entradas subterráneas.

El bosque nativo chileno tiene por superficie casi el doble de capacidad que la jungla amazónica para almacenar el carbono de la atmósfera, según un estudio liderado por la Universidad de Chile, pero la degradación del castor no solo frena esa absorción, sino que convierte los árboles muertos en una bomba de gases de efecto invernadero.

Al cubrir con agua zonas boscosas, los árboles que siguen en pie mueren ahogados, caen y se pudren, un proceso que emite grandes cantidades de metano a la atmósfera, un gas mucho más contaminante que el CO2.

«Cada granito al final del día suma. El extremo austral de Chile es una zona particular porque está muy al sur en una zona subantártica, alberga bosques milenarios y tiene una influencia directa en el agujero de la capa de ozono», explicó a EFE Julio Salas, investigador en el Centro de Investigación Científica de Yucatán (CICY) de México.

«Por eso, los gases que se liberan aquí tienen repercusiones a escala global», agregó el experto, quien se encuentra en Chile estudiando las emisiones de gases de efecto invernadero que expulsan los bosques devastados por los castores.

MAGALLANES, UNA ESPONJA DE CARBONO

Junto a los bosques nativos, la región de Magallanes alberga otro ecosistema con gran capacidad de capturar carbono y mitigar el cambio climático: las turberas, un tipo de humedal en el que se amontonan desde hace milenios varios metros de material orgánico sin descomponerse.

Se estima que la región, ubicada a más de 2.200 kilómetros al sur de Santiago, alberga más de 30.000 kilómetros cuadrados de turberas, que crecen cerca de medio milímetro al año por las pequeñas plantas que crecen en su superficie.

Frederic Thalasso, también investigador del CICY, alertó a EFE que, si se dejan secar o se explotan para extraer combustible, las turberas tienen capacidad de liberar el equivalente a 200 años de emisiones del país de gases de efecto invernadero.

«Si el carbono que albergan las turberas de Chile se liberara, sería algo como 15 gigatoneladas de CO2 liberadas a la atmósfera», agregó.

«FALTA MÁS CIENCIA»

Los ecosistemas de las latitudes extremas en ambos hemisferios del planeta comparten muchas características, pero la brecha de las investigaciones hechas en el norte y en el sur del planeta es abismal.

«Nuestros estudios en las turberas son bastante recientes, de apenas un año, y requieren un equipo muy costoso. Con los datos que tenemos, aún no podemos saber el impacto de las turberas en el cambio climático en el mundo», apuntó Thalasso, quien hizo referencia a ese sesgo entre los países ricos y pobres, que muchos expertos llaman «colonialismo científico».

El Centro Internacional Cabo de Hornos para Estudios de Cambio Global y Conservación Biocultural (CHIC, en sus siglas en inglés) inauguró el pasado 15 de mayo unas nuevas instalaciones en Puerto Williams, la ciudad más austral de Chile, desde donde pretende desentrañar el conocimiento de la naturaleza que esconde el sur de Chile y reducir esa brecha.

Tanto Thalasso como Salas colaboran con el CHIC, pero ambos coinciden en que sus investigaciones aún son incipientes: aunque los dos trabajen en ámbitos ya desarrollados en el hemisferio norte, faltan años de ciencia para conocer el impacto concreto de los castores o las turberas del extremo sur latinoamericano a escala global.

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