Desde que el Ejército colombiano engañó y asesinó a su hermano para hacerlo pasar por guerrillero muerto en combate e inflar las cifras de éxito militar en el conflicto armado, Jacqueline Castillo se ha convertido en una de las voces más visibles en plazas y tribunales en la lucha contra la impunidad de los llamados ‘falsos positivos’.
«Son crímenes de Estado, directamente», afirmó en entrevista con EFE Castillo, representante de la Fundación Madres de los Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (Mafapo). Recientemente fue reconocida como defensora del año por la ONG Diakonia y el programa Act Iglesia Sueca, con apoyo de la Embajada de Suecia en Colombia.
Durante la ceremonia, Castillo portó una camiseta con un número amarillo grande: 6.402. Esa es la cantidad de civiles que, según el tribunal de paz colombiano, fueron engañados y asesinados por soldados entre 2002 y 2008, durante el gobierno del expresidente Álvaro Uribe.
Uno de ellos fue Jaime, su hermano menor, quien desapareció el 10 de agosto de 2008 en Bogotá y apareció muerto dos días después en Norte de Santander, a cientos de kilómetros, en la frontera con Venezuela.
Su caso avanza en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), tribunal creado por el acuerdo de paz de 2016 con las FARC. El mes pasado, la JEP dictó la primera condena por crímenes de guerra y lesa humanidad contra doce exmilitares responsables de más de un centenar de ejecuciones extrajudiciales.
Las penas aíslan de cinco a ocho años, no en prisión, sino con trabajos restaurativos en beneficio de las víctimas.
Condenas ejemplares
«No era lo que esperábamos, uno anhelaría que hubiera condenas ejemplares», reconoció Castillo, aunque valoró como un gesto «muy importante» que los exmilitares admitieran sus crímenes y lo hicieran «mirando a la cara» a las víctimas.
«Sus nombres y rostros quedan ya en la historia de este país, y eso nadie podrá borrarlo,» agregó.
Jacqueline tenía 44 años y era auxiliar de enfermería en Bogotá cuando su hermano, Jaime, de 42 años y sexto de siete hermanos, desapareció. Ya huérfanos de padres, ella pronto descubrió que su caso no era aislado. En Soacha, poblado al sur de Bogotá, encontró decenas de madres con la misma pérdida: sus hijos jóvenes, humildes, reclutados con promesas de trabajo, que aparecían asesinados y vestidos con uniformes guerrilleros.
«Nunca imaginé que Jaime sería parte de ese horror,» comentó Castillo, quien hasta entonces veía a los soldados como «héroes». «Recordé a mi madre y pensé qué dolor habría sentido,» recordó. Allí nació su promesa de luchar junto a las madres de Soacha para que el país conociera la verdad.
Mafapo se creó para mantener viva la memoria, exigir justicia y limpiar el nombre de sus familiares, para demostrar que no fueron guerrilleros. Castillo, motivada por su devoción al servicio, ha recorrido plazas, tribunales, colegios y universidades acompañada de madres que portan pañuelos blancos y pancartas.
«Son nuestros jóvenes quienes nos inspiran a seguir trabajando por un futuro mejor y por darles mejores vidas,» expresó.
Reconoce también que algunos soldados fueron presionados para cometer estos crímenes, bajo amenazas de muerte si se negaban.
Por ello, ve en la justicia restaurativa de la JEP una oportunidad para una segunda chance, porque «tal vez todos merecemos otra oportunidad cuando cometemos errores».
Al final, admite, «por más que les den 60 años de condena, no devolverán la vida a quienes quitaron».
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