

En las entrañas de Colina de Chirica y Corocito en San Félix, la vida transcurre entre el humo y el polvo. Aquí, un bote de desechos de madera se convierte en una carbonera, y hombres, mujeres y jóvenes se reúnen para carbonizar material vegetal, transformando la madera en carbón que luego venden por sacos a sus proveedores.
Residentes de estas comunidades, equidistantes de la ciudad, se adaptan día a día a sobrevivir, sin importarles las consecuencias que pueda traer la quema de vegetales. El proceso es artesanal, sin protección alguna, y se desarrolla tras un aserradero cuyo polvillo de aserrín se esparce en el ambiente, impregnando el aire y la piel de quienes allí trabajan.
En la carbonera conviven personas de todas las edades: algunos llevan más de 20 años en este oficio, otros 15, y los más jóvenes apenas superan los cinco. El color de su piel se esconde bajo la tinta negra que brota de cada pedazo de carbón que apilan, para luego meterlo en sacos y esperar a los compradores.
La jornada comienza después de las ocho de la mañana. Antes de abandonar el sitio, deben quemar la leña, esperar a que el fuego la consuma y luego taparla con arena para que se enfríe durante uno o dos días.
En esta área existen más de 30 hornos artesanales; algunos trabajadores tienen uno o dos, y la ganancia de cada horno se destina a comprar alimentos o cubrir otros gastos de la casa.
Aquí, el carbón no solo es un producto, es el sustento, la rutina y la esperanza de quienes, entre el fuego y el humo, siguen adelante, día tras día.
Nada que perder
Jairo Jiménez es uno de los hombres que día a día se entrega al fuego en uno de los hornos a cielo abierto de la carbonera. Cuando lo abordamos, ya estaba apilando el carbón de dos días antes y amontonando la madera que iba a quemar para continuar con el mismo proceso. “No tengo más nada que hacer y vi como oportuno ganarme la vida en el bote de desechos de madera”, confiesa, mientras sus manos negras de carbón se mueven con precisión entre los troncos.
Residente del sector Corocito, Jairo tiene cuatro hijos, todos ya mayores de edad, y en estos momentos vive solo. “Pero tengo que conseguir la comida como sea. No es un trabajo fácil, después que te adapta, se acostumbra uno a lo que hace. Es un trabajo”, dice, un poco confundido, como si aún no lograra entender por qué eligió este camino.
Explica que un tobo de carbón tiene un costo de un dólar, y un saco mucho más. Aunque aclara que en la carbonera sale un poco más económico porque muchas personas llegan hasta este sitio a comprarlo, asegurando que lo compran para revender.
“Elaboramos dos tipos de carbón, uno de varilla y otro con madera gruesa. Los dos son de buena calidad, no tienen nada que envidiarle al que expenden en grandes negocios de la ciudad”, afirma con orgullo.
Jairo detalla que el proceso de elaboración del carbón vegetal tiene su tiempo y su método. “Luego que amontonamos la madera, la prendemos en candela hasta que el fuego la consume y se apaga sola. Posteriormente la cubrimos con arena para que se enfríe, uno o dos días”, explica mientras señala los montones de carbón que aún humean bajo la tierra.
Aunque, afirma que el carbón no les produce grandes ganancias, únicamente alcanza para “comer”, insiste en que es un trabajo que dignifica al hombre. “Uno no lo hace por dinero, sino por necesidad, pero también por orgullo. Aquí, cada saco de carbón es el resultado de sudor, paciencia y resistencia”, concluye, mientras el humo de la carbonera se mezcla con el aire de la mañana.
Dos amigos
Daniel Alejandro y Carlos Javier son dos jóvenes que, a pesar de caminos distintos, comparten el mismo destino, la carbonera. Daniel logró culminar el bachillerato, mientras que Carlos apenas superó algunos grados de primaria. Sin embargo, ambos trabajan a la par, esforzándose por cubrir los gastos de la casa y sus necesidades personales.
Daniel no quiso seguir una carrera universitaria porque necesita ayudar a sus padres. “No pierdo las esperanzas de retomar los estudios y hacer una carrera universitaria”, confiesa, con la mirada fija en el horizonte. Entre ambos, tienen varios hornos y producen carbón suficiente para comprar alimentos, zapatos o algún pantalón.
“Sé que no es una buena elección estar aquí, expuestos al calor, la contaminación y curtidos por el humo, pero por ahora es lo que podemos hacer de manera honesta. El trabajo no es fácil, pero alcanza para ayudar a mi mamá y comprar alguna ropa que necesite”, apunta Daniel.
La falta de recursos fue una de las razones que lo obligó a dejar los estudios. “Mi mamá no contaba con los recursos para inscribirme en la universidad. Tal vez en algún momento pueda retomarlos”, dice, con una mezcla de resignación y esperanza.
Carlos, por su parte, no cree que toda su vida transcurra en la carbonera. “Quemar madera para hacer carbón no es lo que quiero para siempre. Aspiro a tener otro tipo de empleo con mejores expectativas”, comenta mientras apila carbón bajo el sol.
Otro trabajador de la carbonera revela que la situación no siempre ha sido igual. “Antes, el dueño del aserradero les daba la madera a quienes viven del carbón, pero luego de su muerte, ahora tienen que pagar 30 dólares por cada lote de madera y otros 30 dólares al camión para transportarla hasta el botadero”, explica, mostrando la precariedad que rodea este oficio.
En la carbonera, los sueños y las realidades se mezclan con el humo. Aquí, cada saco de carbón es el fruto de la lucha diaria, pero también el reflejo de la esperanza de un futuro mejor, donde el trabajo no sea solo supervivencia, sino también oportunidad.
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