Yira Berbel camina por el barrio conocido popularmente como "Las casitas", el 30 de abril 2023, en Santa María La Nueva (Colombia). EFE/Mauricio Dueñas Castañeda

El barrio es conocido popularmente como «Las casitas» pero algunas vecinas lo llaman «Bendición de Dios», aunque más bien la «bendición» la concedió el Clan del Golfo, el grupo que controla y manda en este rincón del noroeste de Colombia, desconectado casi completamente del país y que colinda con Panamá.

Son 40 viviendas, de unos 15 metros cuadrados, pintadas de verde, blanco, rojo y amarillo, los colores de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), el otro nombre con el que se conoce a la mayor banda criminal del país y que en esta zona del Golfo del Urabá ha llenado un vacío que ningún Gobierno ha ocupado.

Allí casi todo es deficiente: desde la electricidad hasta la educación, así como las vías de acceso o la sanidad.

Por eso el Clan del Golfo pone profesores en las escuelas rurales donde faltan; construye carreteras para que en una zona que en algún momento llegó a ser la principal productora de maíz puedan salir a los mercados locales los productos agrícolas -y la coca-, y también, ante el «hacinamiento» de quienes retornaron a su tierra y vivían sin hogar, construyeron casas.

Obviamente también imponen ley y orden. Imparten justicia, dirimen conflictos entre vecinos y en ocasiones aplican castigos que van desde un llamado de atención verbal hasta la orden de barrer un parque de la comunidad. Aunque cada vez intervienen menos, según los pobladores, porque les han permitido organizar comités de conciliación sin la mediación de las AGC.

LLENAR UN VACÍO

«Soy una de las beneficiarias de estas casas que regaló…», dice a EFE Yira Berbel sin atreverse a acabar la frase. Allí les llaman «La organización», «La empresa» o a veces «ellos» o «los que mandan». Siempre susurrando, a pesar de que la aceptación que las AGC tienen allí es muy elevada.

«Del Gobierno una no va a esperar 40 casas así para una comunidad”, así que, «si tienes necesidad no te pones a hacer preguntas», repite esta joven madre de dos hijos.

«A caballo regalado no les mires el colmillo», afirma.

El día de la entrega de las viviendas de concreto, en 2021, fue una fiesta. Las vecinas recuerdan la gran rifa, el «sorteíto», que organizaron, cómo iban sacando papeles de una bolsa con el número de la casa, y luego las familias se lanzaban a encontrar su nuevo hogar.

El único requisito que les pusieron, dicen, era que las casas se habitaran. No hubo ni amenazas ni les han pedido nada a cambio. Solo querían regalar casas a quienes no tenían dónde vivir: «La gente aquí está muy agradecida con ‘La Organización’ porque esto antes era una cancha».

Las vecinas, muchas desplazadas por la violencia hace años, hablan de la «tranquilidad» de esta zona, de la seguridad de que a sus hijos no les vaya a pasar nada. Una paradoja sabiendo que viven en una denominada «zona roja» que controla este grupo, que se dedica sobre todo al narcotráfico y la minería ilegal.

Cerca de ahí nacieron las AGC, tras una reunión de exparamilitares de las extintas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que decidieron rearmarse.

Dice Ana Lucila Mestra, presidenta de la Asocomunal de este municipio, Unguía, que al final el grupo está compuesto por los hijos, padres, esposos de las familias que viven el abandono estatal, que lo compone «cualquier persona que por falta de oportunidades para poder ganarse el sustento de su familia decide tomar un arma».

«Da tristeza que tengan que ser esas estructuras ilegales, como las llama el Estado, las que lleguen a nuestros territorios a suplirnos la necesidad que por ley debería el Estado suplirnos. Son ellos los que nos ayudan en temas de vías, en temas de mejoramiento de vivienda”, asegura a EFE.

INVERSIÓN SOCIAL Y AMENAZAS

Hay escenas que se repiten en muchas partes del Chocó: Una barca se inclina sobre un improvisado muelle para que los pasajeros bajen entre dos casas de palafito donde las iniciales de las AGC son más distinguibles que el cartel que da nombre al pueblo.

Las mismas iniciales que se leen en fachadas, escuelas y pancartas en esta zona y que se extienden por muchos otros del Caribe y del Pacífico.

Sin embargo, mientras que en Unguía los integrantes de las AGC pintan escuelas, en otras se pasean fusil en mano impartiendo miedo, incitando a la población a hacer marchas para forzar al Gobierno que pare sus operaciones contra la minería ilegal, plantando minas que hacen que los campesinos no puedan cultivar o incluso provocando que muchos jóvenes prefieran suicidarse antes de ser reclutados.

Muchos coinciden que en la tierra que les vio nacer el invertir en infraestructuras y dar lo que las comunidades necesitan les ha dado popularidad, pero en otros lugares, sobre todo donde no tienen control total, siguen empleando la fuerza, amenazas e incluso asesinatos selectivos.

También mantienen una guerra abierta con el Ejército y otros grupos como el ELN, y los ruidos de los fusiles y las ametralladoras siguen quitando el sueño a la población.

“Estamos como comunidades en medio de una guerra absurda que no conocemos. El que tiene sus armas sabe cómo se va a defender, pero a nosotros, las víctimas; a nosotros, los campesinos, lo único que nos defiende es la palabra y más cuando tratamos de tocar puertas en el Estado y no nos brindan garantías de seguridad”, resume la lideresa afrocolombiana.

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