

En la entrada misma de Cambalache, hoy bautizado como Brisas del Río Orinoco, Puerto Ordaz, abre sus brazos un paisaje fragmentado en piedras y sombras, un mosaico de siluetas humanas que habitan las entrañas de viejas canteras.
Antaño, estos sitios fueron palpitantes focos industriales; Compiedra, justo a la entrada, y más allá, en el cerro La Danta, la emblemática CETA C.A. Allí, el rugir de la maquinaria perforaba el aire, las volquetas cargadas con toneladas de gravas y piedras trituradas trazaban caminos hacia la construcción de puentes, carreteras y edificios.
Pero el tiempo devoró esa vitalidad. El pulso de estos emporios se apagó; sus insumos quedaron detenidos en esqueletos de acero y tierra removida. Las empresas se fueron, las máquinas callaron y las canteras se convirtieron en ruinas silenciosas.
Sin embargo, en medio de esta serenidad rota, la vida brota con fuerza. Entre las veinte hectáreas de terreno, decenas de familias han arraigado. Bajo carpas de lonas, hombres, mujeres, adolescentes y hasta niños seleccionan piedras de distintos tamaños, tamizan la arena con rudimentarios dispositivos, y levantan montones que son su esperanza y sustento.
Sustento diario
No es el trabajo glamuroso de la industria, sino la búsqueda diaria, el esfuerzo tenaz que transforma la necesidad en sustancia. Lo que fue una operación organizada de extracción ahora es un lento y caótico oficio para sobrevivir y alimentar hogares.
Las voces de este mundo forman un coro que recuerda las historias de quienes, tras el cierre del relleno sanitario, encontraron en esta tierra árida una oportunidad para rescatar algo de vida.
Cambalache, o Brisas del Río Orinoco, no solo son canteras olvidadas; son sitios donde se tallan historias de resistencia, donde cada piedra lleva el peso de la lucha, y cada tamiz revela un futuro, por más humilde que sea.
José Belmontes sostiene con firmeza el pico, sudoroso bajo el sol inclemente que no da tregua en Brisas del Río Orinoco. A su lado, la presencia silenciosa de su esposa, protectora con gorras y chaquetas que apenas resguardan sus pieles curtidas, marcadas por los años y el trabajo arduo. Uno de sus cinco hijos ayuda con manos pequeñas a seleccionar las piedras, aprendiendo el oficio que se impone en este rincón olvidado de Cambalache.
Tres años han transcurrido desde que la familia Belmontes encontró en esta cantera un refugio y, al mismo tiempo, una pesada responsabilidad.
Cada metro de arrocillos o piedras de 1/4 y 3/4 tiene un valor de 35 dólares, y son muchas las manos anónimas que llegan desde distintos puntos a competir por ese sustento. «Las esperanzas son pocas, pero se lucha por una o dos comidas al día», dice José, con la voz cargada de cansancio y determinación.
Su esposa detalla el largo día que enfrentan. Laboran desde las ocho de la mañana hasta el mediodía, vuelven a las dos, y continúan hasta que la luz se desvanece. “Lo que se consigue apenas alcanza para comer; un kilo de arroz cuesta 600 bolívares ahora. De nuestros cinco hijos, solo uno va a la escuela. No podemos comprar uniformes ni útiles, y mucho menos la merienda”, confiesa con una mezcla de tristeza y resignación.
Antes, vivían en Vista al Sol, pero la necesidad los empujó a Cambalache cuando vieron en Compiedra una oportunidad. Allí consiguieron una barraca en el sector Bicentenario, a pocos metros de la cantera, y desde entonces tejieron una lucha cotidiana, contra el sol, contra la pobreza, contra el destino.
Este es un mundo donde la piedra no solo es material, sino historia de vida y carne propia. La cantera es un hogar tan áspero como sagrado, un lugar donde la esperanza se mide en piedras amontonadas bajo un tamiz, donde las familias resisten y encuentran dignidad en la lucha diaria.
Cansados pero con esperanzas
Alejandro Ortega es un joven en medio del polvo y el sudor de Cambalache, otro padre de familia que busca sobrevivir. Tiene cinco hijos, el más pequeño de apenas seis meses, una niña que también hace su esfuerzo por trabajar, aunque no en la mina, sino en otros espacios que la vida le ha permitido alcanzar.
Estrelia Salazar, su esposa, muestra un rostro cansado, algo apagado, mientras con voz pausada recuerda que fue en este sitio donde ambos se conocieron, donde entre piedras y tamices decidieron formar su propia familia. Ella, oriunda de Monagas; él, de Vista al Sol, San Félix, ambos unidos por la historia que comparten en Brisas del Río Orinoco.
Pero los días no pintan fáciles. Alejandro confiesa que la cantera se ha vuelto dura. La venta de piedras ha disminuido, y lo poco que la gente consigue hoy no es para construir casas, sino para preparar la navidad, pintar las paredes, comprar ropa para los hijos. Ahora, tiene que salir a la calle, a buscar cualquier trabajo, hacer mantenimiento, mercadear, ingeniárselas para que los niños no pasen hambre.
«No hay días malos, todo depende de la actitud,» dice Estrelia, con una sonrisa tenue que se disuelve en lágrimas. “Siempre se consigue algo para poner en la mesa y llevar a la boca”, afirma, pero entre melancólica y solloza pide ayuda para reparar el techo de su casa, un techo que cede cuando llueve y los obliga a buscar refugio mientras el agua cae a chorros.
Con humildad y esperanza, hacen un llamado a la gobernadora del estado Bolívar, Yulisbeth García, y al alcalde de Caroní, Yanny Alonzo, solicitando unas láminas de zinc para proteger a su familia del inclemente clima.
Esta es una historia que se repite en cada campamento de Brisas del Río Orinoco: jóvenes padres luchando por su familia, mujeres que a pesar del cansancio no dejan de soñar, niños que merecen un futuro mejor, y un techo que representa el anhelo más sencillo de estabilidad.
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