EL VIEJO PUERTO ORDAZ ESTÁ MUERTO. Esto me dicen cada vez que pregunto, cómo están las cosas en ese querido y recordado lugar, donde pasé lo más importante de mi vida y que ahora no está en su mejor momento. Por circunstancias del destino, estoy viviendo en la capital del país, siempre conectado con esa tierra y su gente, que hace lo imposible por sobrevivir a lo peor que le puede, pasar a un pueblo, que es perder la fe en su futuro.
No voy a hurgar en las razones políticas, sociales o económicas causantes de la tragedia guayanesa, voy a referirme en primera persona, a la experiencia de ver como desapareció la autoestima de una ciudad que en el pasado era orgullo de sus habitantes.
En el año 64 cuando vivíamos en Ciudad Bolívar, mi padre nos dijo un fin de semana, que íbamos a conocer Puerto Ordaz. Bien temprano el domingo, tomamos la carretera vieja (que entonces no era vieja) con tres paradas en el trayecto, Marhuanta, Palma Sola y el kilómetro 70, para llegar a la pequeña ciudad que se veía a lo lejos desde donde hoy está el Parque La Navidad. La recorrimos en poco tiempo; nos paramos a tomar café en el Centro Cívico y, después, fuimos a almorzar a casa de unos amigos que vivían en la calle principal de Castillito (todavía no era avenida). Allí el anfitrión le dijo a mi padre: «Carlos aquí está el futuro; ésta va a ser la ciudad más importante de Venezuela ¿Dónde hay otro lugar con tanta riqueza como aquí?»
Y el tiempo le dio la razón. La historia es conocida: en los años 70 y 80 Ciudad Guayana; es decir, la unión de Puerto Ordaz con San Félix, se convirtió en la ciudad de Venezuela que creció y progresó de manera más rápida, transformándose en el ideal de lo que debería ser el país. El viejo Puerto Ordaz (que en ese momento no era tan viejo) era una de las ciudades del interior del país que exhibía una vida igual a la de otras grandes capitales de estado.
La carrera Upata que conecta la avenida Monseñor Zabaleta con el Centro Cívico era el centro del entretenimiento y la vida comercial, al igual que los demás lugares cercanos. Pero lamentablemente, las cosas han cambiado.
El pasado mes de agosto visité el viejo centro de Puerto Ordaz, y pude apreciar porque se dice que está muerto: las edificaciones se ven decoloradas y abandonadas; numerosos locales comerciales cerrados; muy poco tráfico, pocos caminantes y lo peor, después del medio día, todo queda en soledad y silencio.
El lugar, no solo ha envejecido, sino que ha perdido lo que antes le caracterizaba: la alegría. No obstante, no creo que esté muerto de manera definitiva, aunque ciertamente está agonizando y hay que tratar de revivirlo.
La agonía es un período de transición entre la vida y la muerte, que se caracteriza porque subsisten algunas funciones vitales. Y de allí es donde se aferran las esperanzas. No solo el viejo Puerto Ordaz está en agonía; en el país hay muchos lugares en igual situación: pueblos que se han arruinado, sus habitantes los abandonan y solo quedan allí quienes no tienen otra opción que permanecer soportando el deterioro de su cotidianidad. Hasta en Caracas se puede observar que hay lugares en clara agonía, a diferencia de otros, que parecen tener un destino más afortunado.
El rescate de la agonía antes descrita requiere de un esfuerzo del sector público principalmente, con la ayuda del privado y de la participación ciudadana. Porque las ciudades no mueren mientras sus ciudadanos no las abandonan. A eso me referiré próximamente, porque no tengo más espacio, y solo me queda agregar que, por mal que pinten las cosas, no creo que el viejo Puerto Ordaz esté definitivamente muerto.
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