La Esperanza, con más de cien años al hombro, se sostiene con memoria y esfuerzo, aunque sus calles parecen arrugas profundas en el rostro del tiempo. Las grietas no solo agrietan el asfalto, sino que revelan un barrio que resiste sin soluciones, atrapado en un abandono que cala hasta los cimientos.
En el corazón de San Félix, cerca de La Unidad y San Rafael, el barrio La Esperanza emerge con la belleza derrotada de la historia que lo viste. Casas de estilo colonial, con puertas y ventanas de madera gastada, esconden historias familiares acompañadas del ruido constante de las lluvias filtrándose entre los huecos que crecen día tras día. Las aceras, antes transitables, hoy resquebrajadas por la humedad, dibujan un mapa de la desidia oficial.
Los caminos que antes conectaban puertos y mercados ahora son sendas peligrosas, marcadas por lagunas de agua negra que brotan de cloacas desbordadas, testimonio fétido de un sistema colapsado. El tráfico lento y accidentado es la mejor metáfora de la vida en La Esperanza, donde las promesas políticas se han desvanecido en la sombra de cada bache.
Migrantes de estados cercanos trajeron consigo la esperanza de construir un hogar, pero lo que han heredado es un barrio fantasma que sobrevive entre apagones eléctricos, pérdida de electrodomésticos y olores insoportables. La persistencia de sus habitantes, aferrados a la memoria y la comunidad, enfrenta el desgaste de décadas sin intervención efectiva.
El centro histórico de San Félix se desvanece en el reflejo de estas calles que claman por atención, mientras La Esperanza mantiene en pie no solo sus casas, sino la certeza de que, a pesar del abandono, el corazón de esta ciudad sigue latiendo fuerte a pesar de sus heridas.
Destrucción masiva
El transitar por las calles de La Esperanza, esa antigua comunidad que ha sido testigo de más de un siglo de vida, se vuelve cada día una odisea para quienes aún tienen la fortuna de poseer un vehículo.
Rafael Liccien, un hombre que llegó a esta tierra junto a sus padres desde el estado Sucre cuando apenas tenía 12 años, es hoy un testigo viviente de la historia que se desvanece. Con sus más de 80 años, recorre con la mirada triste los restos de lo que fuera la bodega de Luis García, justo al lado de su casa, hoy convertida en ruinas silenciosas.
Intentando descifrar el nombre del negocio que una vez animó las calles, Rafael confiesa que el paso implacable del agua y el sol destrozaron las letras y la identidad misma del lugar.
«De niño, me cansé de comprar allí. Desde una cuarta de tabaco hasta kerosén para la cocina y la nevera. Esa bodega fue un punto de encuentro, un refugio cotidiano, pero llegó la pandemia y la acabó,» dice con voz quebrada, como recordando no solo la pérdida de un negocio, sino de un pedazo vital de la comunidad.
La nostalgia invade sus palabras al evocar los carnavales que una vez llenaron las calles de La Esperanza con alegría y tradición. Las bambalinas que adornaban la comunidad daban paso a los ritmos vibrantes del calipso, interpretados con orgullo por nativos del sector en sus steelpan.
Era entonces, en esos momentos de fiesta, cuando el barrio resplandecía y mostraba una cara celebratoria, dejando entrever la esencia cultural que aún late bajo el polvo y el abandono.
Hoy, las calles intransitables no solo dificultan el paso sino que simbolizan el desgaste de un patrimonio vivo.
Las casas coloniales, con sus puertas y ventanas de madera y sus techos de zinc que descansan en columnas envejecidas, parecen resistirse a rendirse ante la desidia gubernamental.
Calle 9-A
Rafael y quien escribe caminamos lentamente la calle 9-A, desde la casa número 40 hasta la número 3, y con cada paso se revela la dimensión de la destrucción masiva que azota esta vía principal.
Esta calle, que conecta directamente con La Grúa y el mercado municipal de San Félix, es el pulmón vial que bombea la vida diaria en este histórico barrio, pero hoy se muestra marcada por baches, grietas y desolación.
Rafael conoce a cada habitante, las historias de quienes aún resisten y también de aquellos que decidieron cerrar las puertas de su hogar para emigrar, buscando una vida mejor lejos de esta desidia. Muchas viviendas permanecen silenciosas, con puertas cerradas que reflejan la soledad y la ausencia de un calor humano que se extraña profundamente.
Pero el abandono no se limita al estado físico de las calles. Los constantes apagones y bajones de tensión eléctrica suman un nuevo causante de desgaste para los vecinos, quienes ven cómo sus electrodomésticos se dañan sin poder reemplazarlos, atrapados en un ciclo de precariedad.
El agua potable desaparece y regresa con la incertidumbre de quién sabe cuándo. Los residentes nativos, expresan sin rodeos que no tienen nada que agradecer a los gobiernos anteriores y depositan sus esperanzas en la actual gobernadora Yulisbeth García y el alcalde Yendry Alonzo, esperando que este sector longevo reciba la atención que merece.
La Esperanza se yergue entre ruinas físicas y afectivas, donde cada grieta en la calle parece una herida abierta que habla del olvido, pero también de la resiliencia de una comunidad que se resiste a desaparecer.
¡Síguenos en nuestras redes sociales y descargar la app!