Ciudad del Vaticano. La Capilla Sixtina y la gran pinacoteca eclipsan fácilmente el resto de los Museos Vaticanos, pero «a la sombra de la cúpula de San Pedro, donde Rafael o Miguel Ángel acogen a miles de visitantes», siete mujeres restauran obras anónimas de comunidades remotas «con el mismo cuidado» que merecen los grandes artistas.
«Son objetos vivos, embajadores que representan la cultura de pueblos que aquí encuentran su voz», explica a Efe Stefania Pandozy, responsable del taller de restauración del Museo Etnológico Anima Mundi del Vaticano.
Esta es la instalación más reciente de las once secciones que componen los Museos Vaticanos: el papa Francisco la inauguró en 2019 y, de hecho, aún está incompleta.
La colección de Anima Mundi reúne ahora obras procedentes sólo de Oceanía, pero Pandozy y su equipo trabajan para poner a punto otras de América, África y Asia para cuando los trabajos de ampliación de la sala estén terminados.
El museo custodia un patrimonio de más de 80.000 piezas entre las que hay objetos religiosos y rituales, trajes tradicionales o elementos decorativos.
Antes de llegar a las vitrinas de la sala, todas estas obras pasan por las manos de Pandozy y sus compañeras, un grupo de especialistas en diferentes materiales y técnicas que opera con tanta precisión y tacto que su taller de restauración bien podría ser llamado «laboratorio», tomando la traducción literal del italiano.
Con pinzas, pinceles muy suaves y hierros diminutos, además de pulso de cirujano, paciencia y delicadeza, las siete mujeres retiran plumas caídas, limpian la suciedad acumulada y planchan una camisa que el pueblo indígena americano de los Lacota Sioux lucía en la Danza de los Espíritus.
Sentada en su mesa de trabajo, visible desde la entrada del museo, Pandozy enseña a Efe cómo repara un hábito ceremonial originario de Brasil.
«Con papel y un adhesivo compatible intentamos mantener la elasticidad del material, pero también reunir las fibras que se han desprendido», muestra, al mismo tiempo que avanza con la restauración de la parte alta del traje: una máscara hecha con una corteza finísima pintada de oscuro.
En el taller se buscan «las soluciones más sostenibles» y se sigue «la política de la mínima intervención para no influir en la originalidad de las obras».
«Nuestra política ha sido siempre la de hacer partícipes a las comunidades» cuyos objetos se exponen en el museo, comenta Pandozy.
El comisario de Anima Mundi, el padre Nicola Mapelli, lo refrenda: «Las obras son tratadas como seres vivos, con la mayor atención y, sobre todo, en diálogo con las poblaciones locales que nos las donaron».
«El principio de fondo para nosotros se llama reconexión: encontrar y conocer a los pueblos que han enviado estos objetos, ir a visitarlos al terreno y traer su perspectiva y enseñanza dentro del museo, de tal modo que cuando exponemos estas obras lo hacemos como ellos querrían y no como lo haríamos nosotros», añade Mapelli.
La mayor parte de las obras de Anima Mundi llegaron aquí como regalo a los papas con motivo de la Exposición Vaticana organizada por Pío XI en 1925, y el resto son donaciones de «todas las personas que han venido a reunirse con el santo padre».
Mapelli recuerda con especial cariño uno de sus viajes de «reconexión», en el que visitó las islas del norte de Australia para conocer a las comunidades Tiwi, que había donado hace cien años una serie de palos fúnebres, llamados Pukumani, en torno a los que celebran ceremonias con cantos y bailes que hacen referencia al ciclo de la vida, la muerte y el renacimiento.
La primera persona que encontró en las islas fue la nieta de uno de los artistas Tiwi, una señora de ahora casi 90 años. «Se acordaba de que cuando era una niña pequeña, su abuelo la aupaba sobre las rodillas y le contaba que estaba esculpiendo estas obras para enviarlas a Roma como regalo al papa», narra emocionado.
EFE noticias
¡Síguenos en nuestras redes sociales y descargar la app!