Necoclí (Colombia).- En el puerto colombiano de Necoclí, primer paso de la entrada migratoria a Centroamérica, ningún niño llora. No se oyen quejidos ni tampoco risas, y los pequeños se encuentran quietos, pegados a sus madres y mirando a su alrededor con aires demasiado adultos.

Anahí, una bebé de 2 años de padres haitianos mantiene la mirada fija, enajenada, en el barco, mientras su madre trata de acomodarla entre sus piernas y situar a su hermana mayor en el asiento al lado.

Parecen serenas, sin miedo, mientras Anahí espera el biberón, mecida por el silencio tenso del resto de pasajeros, la mayoría haitianos como ellas, y el vaivén de la barcaza en la que van a atravesar el golfo del Urabá, en la última etapa de Colombia hacia Panamá por la peligrosa selva del Darién.

El barco -el puerto, el pueblo- está lleno de niños, bebés incluso, que llevan ya muchos kilómetros a sus espaldas desde que comenzaron su viaje en Brasil y Chile.

Pero aún les quedan muchos más hasta México o Estados Unidos y atravesar por el único rincón del continente no conectado por la carretera Panamericana, una selva espesa y montañosa a merced de mafias, narcotraficantes y paramilitares.

La cantidad de niños y adolescentes que cruzan se ha multiplicado por más de 15 en los últimos cuatro años, según alertó recientemente Unicef. De 109 que pasaron en 2017 a los 3.956 que lo hicieron en 2019 y 1.653 en 2020.

De momento el barco es tranquilidad, comodidad. Nervios disimulados mientras las familias meten su equipaje en bolsas plásticas para que no las moje el oleaje y acomodan a los más pequeños en arneses en el pecho. Alguno sonríe en instantáneas que retratan sus últimos momentos en Colombia.

«NO HAY TRABAJO»

Jobi camina con paso firme, preguntando en los quioscos del puerto de Necoclí, y con prisa vuelve a la casa donde se hospeda con su familia: una mujer embarazada, un niño de 6 años y una bebé de 8 meses.

Como muchos de sus compañeros, llevaban varios años en Brasil, donde nació su segunda hija, pero con la crisis, «por la falta de trabajo», tuvieron que seguir viajando.

Jobi ya lo intentó solo hace unos meses desde Brasil, por el Amazonas, pero cuando estaba en la lancha les atracaron, mataron a uno de sus compañeros y, tras el incidente les devolvieron a Sao Paulo.

«¿A qué hora sale el barco?», le pregunta en portuñol a la mujer que les da alojamiento. «A las 9, pero tienen que estar a las 8.30».

Salen apresurados al mercado a comprar algo de comida, agua y lo indispensable para una caminata por la selva que podría durar hasta diez días, según el dinero que paguen y quienes escogen qué rutas se pueden transitar y cuáles quedan para el tráfico de otras mercancías ilegales.

FAMILIAS DE HAITIANOS

Hasta 2016, la mayoría de quienes pasaban de Colombia a Panamá eran de Asia o África, pero entre ese año y 2020 aumentó el número de cubanos y disminuyó el de asiáticos. Desde 2018 predominan los haitianos, que viajan en familias completas.

No vienen directamente desde su país sino desde Chile o Brasil donde vivieron los últimos años, trabajando en las obras de los Juegos Olímpicos y el Mundial, pero por la crisis tuvieron que volver a migrar.

«Más o menos desde hace dos años empezamos a ver niños y niñas menores de 18 años que venían en estos movimientos, algunos no acompañados bajo el cuidado de un tercero», alerta a Efe en Necoclí César Mesa, jefe de la oficina de Apartadó de la Agencia de la ONU para Refugiados (Acnur).

Es decir que identifican cada vez más menores no acompañados que podrían ser víctimas de tráfico, pero que no hay forma de comprobarlo por los pocos mecanismos de control.

Acnur es la única agencia de la ONU presente en esta zona. Aunque los que por aquí pasan pudieran acogerse al refugio, no quieren hacerlo en Colombia sino seguir hacia Panamá y Norteamérica.

El viaje hasta este punto por tierra para una familia de tres o cuatro miembros cuesta 2.500 dólares, más los 65 por cabeza que dicen algunos migrantes han pagado para que les «guíen» en su recorrido por la selva. Solo el boleto en la lancha les cuesta 50 dólares.

Necoclí y la travesía por el mar en Urabá es lo fácil (y seguro). Luego viene el Darién, «la parte más dura» de todo el viaje hasta EE.UU., según dicen quienes aseguran que ya lo consiguieron.

MÁS DE 11.000 MIGRANTES

Es difícil saber cuántas personas atraviesan. Según datos de Panamá, unos 11.370 migrantes extrarregionales llegaron a ese país desde Colombia entre enero y abril, cuando las fronteras estaban cerradas por la covid-19, pese a que en el Darién no hay paso formal.

Colombia no publica oficialmente cifras, pero según informó Migración a Efe tienen constancia de 4.200 este año.

Esto supone un aumento exponencial que hizo saltar las alarmas a varios países. Las autoridades de Panamá invitaron a las colombianas a diseñar un protocolo para «acompañar» en su tránsito este flujo de personas.

«Pero esta es una situación que no es de Panamá y no es de Colombia, es un tema que toca abrirlo al multilateralismo», dice el director de Migración Colombia, Juan Francisco Espinosa. «No son procesos sencillos y la única forma que tú logres esa movilidad es precisamente con una coordinación entre países» agrega.

Migración tiene una oficina en el otro lado del golfo del Urabá, en Capurganá, pueblo turístico al que llegan los barcos. Un agente del Gobierno mira desde su oficina cómo unos 300 migrantes suben a carros que los llevan fuera del pueblo, donde los esperan los «guías» para empezar su travesía por la selva. El agente no les toma registro ni les dirige la palabra.

En el pueblo tratan de sacar a las familias enteras rápido para que sigan su trayecto. Si se pregunta sobre los migrantes, las respuestas son difusas, como si nadie quisiera admitir que pasan por ahí. Si los bebés lloran, a partir de ese punto, los ecos del llanto se los llevará la maleza, y no habrá nadie para escucharlos.

 

EFE

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